Los distintos cuerpos policiales españoles disponen de unidades especializadas y estrategias para abordar la delincuencia juvenil. Por lo menos en los términos en los que estaba definida hasta ahora, centrada en robos y delitos contra la salud o la libertad sexual y la formación de bandas con componentes de delincuencia, control del territorio, enfrentamiento entre grupos comunitarios o motivaciones políticas. Pero otro perfil está tomando forma, que los expertos prefieren calificar como violencia juvenil.

Al ataque mortal de una veintena de personas en A Coruña contra el joven Samuel al que imprecaron por ser gay y la paliza por parte de un grupo en Amorebieta que dejó en estado crítico a su víctima se suman decenas de precedentes, en botellones y fiestas callejeras. Con agresiones a otros jóvenes o contra los agentes, y por parte de grupos que se escapan de los habituales esquemas de las bandas organizadas. En este fenómeno podría influir la tensión acumulada durante la pandemia. Pero el repunte de la agresividad, apuntan los expertos, viene de antes. Y ha de tener raíces más profundas. Una banalización creciente de la violencia. Un panorama inquietante en lo referente a la detección y tratamiento de los problemas de salud mental o las perspectivas de integración en el sistema educativo. O la difusión de discursos de odio e intolerancia cada vez más normalizados por la presencia asentada de la ultraderecha en las instituciones y los medios.

Ante estas nuevas formas de violencia, el Ministerio del Interior trabaja en la actualización de sus protocolos, con la renovación del vigente Plan de Actuación y Coordinación Policial contra Grupos Organizados y Violentos de Carácter Juvenil, que considera “totalmente desfasado”. Una de las determinaciones es que se detecte y haga constar diligentemente en los atestados la existencia de factores de odio o discriminación por motivo racial, político o sexual (lo que supone tanto como admitir que la actuación tras la agresión de A Coruña no fue precisamente ejemplar). Es una llamada de atención positiva. Pero otro aspecto en el que se quiere incidir, la detección de forma preventiva de grupos callejeros susceptibles de convertirse en protagonistas de agresiones (cada vez más grupales, cada vez más salvajes), lamentablemente no depende tanto de la escrupulosidad de los protocolos como la de disponibilidad de agentes de seguridad pública en las calles. Algo difícil de garantizar con las plantillas y la organización actual de todos los cuerpos policiales del Estado.

Otro aspecto en el que la situación ha cambiado radicalmente es la agresividad con la que reaccionan a la actuación policial los implicados en acciones violentas. Hasta los botellones cada vez con mayor frecuencia acaban degenerando en actos vandálicos con destrozos de mobiliario urbano, propiedades privadas y peleas. Lo estamos viendo también en nuestros municipios con agresiones incluso a los agentes policiales.

La delincuencia juvenil tal como se había entendido tradicionalmente tendía a evitar el enfrentamiento precisamente para no agravar los cargos a los que se podía enfrentar. Este cálculo desaparece en estos comportamientos de violencia primaria. En este caso es aún más evidente que simplemente la vía de extremar y endurecer los tipos penales existentes, como el de atentado a la autoridad, no basta. Es comprensible que los agentes que viven estos hechos más directamente lamenten que pueda resultar más caro aparcar mal un coche en un centro urbano que resistirse a golpes a un policía. Pero cuando hay serias sospechas de hasta qué punto, en la actualidad, la figura de la resistencia a la autoridad se ha utilizado en demasiadas ocasiones de forma discrecional, cualquier revisión de protocolos y normativas deberá ser extremadamente cuidadosa. Se deben equilibrar la necesidad de disuadir, atajar y no dejar impune la violencia y las garantías contra actuaciones arbitrarias.