Tengan un muy buen día en este nuevo episodio de nuestras respectivas vidas. Y déjenme que, para empezar, vuelva a saludarles y a desearles lo mejor. Ya sé que puede parecer superfluo, y hasta inconcreto al hacerlo así, al viento, sin dirigirme a un destinatario concreto y, al tiempo, dedicándoselo a todos a la vez. Pero me parece que, si no cultivamos un cierto grado de empatía, cercanía y servicio con los otros, incluso sin conocernos personalmente, nuestra sociedad está abocada al fracaso. Siempre lo he pensado y, en esta tesitura en la que nos encontramos y viendo los mimbres con los que se teje el día a día de nuestro alrededor, mucho más. Por eso, mientras amanece tímidamente y tomo una taza de café negro sin azúcar, de esos que cultivó y procesó alguien con condiciones de trabajo dignas, quiero fundirme antes de nada con ustedes en un virtual abrazo mañanero. Para mí es lo que toca.

En un rato tomaré el camino, que esta vez será distinto al habitual en los últimos tiempos. Y esto les quiero contar… Porque, veleidades del destino, vuelvo a un lugar para mí muy conocido y, a la vez, en el que está todo por explorar. Y es que, por un tiempito, me encontrarán ustedes en el Agra do Orzán. Una populosa zona de Coruña que conocí tarde, pasados los diecisiete —vendiendo por sus calles participaciones del Sorteo del Oro de la Cruz Roja, de forma totalmente altruista y sin cobrar un céntimo por voluntad propia, siendo voluntario en tal institución— y a la que la vida me ha llevado de forma recurrente.

Si me conocen, ya saben que no disfruto en zonas tan abigarradas. Me gusta el campo, la paz, el verde y un cierto grado no de soledad, pero sí de tranquilidad. De ver a personas, muchas, pero en pequeñas dosis. Y por eso nunca me he encontrado bien en calles como la Ronda de Outeiro, con demasiados estímulos visuales y auditivos. Prefiero la aldea, esa que nunca tuve de pequeño, cuando envidiaba a mis compañeros que sí iban al campo el fin de semana, mientras yo me quedaba atrincherado en mis cuarteles de Monte Alto. En serio, cuando quiero pensar en el averno, rememoro algún paseo por La Castellana, y la Nueva York que a tantos fascina a mí me sirvió, sobre todo, para valorar más la quietud de la Costa de Dexo, el bello frescor de la Fraga do Eume, la soledad y belleza de Trevinca, la magia de Ortegal, la fuerza del mar en Mar de Fóra o algunos paisajes evocadores de A Terra Chá.

Pero la vida te lleva, sí, y ahora vuelvo a pisar la Ronda y sus aledaños con asiduidad. Por esas cosas del destino, estaré un tiempito compartiendo con los compañeros del IES Agra do Orzán la tarea de insuflar ilusión y pasión por el conocimiento a los jóvenes de esta parte de la ciudad. No es tarea baladí, no, porque son demasiados los vectores que hoy llevan a asociar inmediatez, practicidad y orientación al empleo del esfuerzo académico. Y, aunque todo ello no es desdeñable, ya saben que creo que el conocimiento, “per se”, es también una fuente de satisfacción, y de mejora individual y colectiva. Crea criterio propio, conforma ciudadanía, y nos posiciona como sociedad pujante y en marcha. ¿Seré demasiado redundante si vuelvo a citar aquí a Concepción Arenal y su apuesta por las escuelas, como forma de cerrar cárceles? Sí, ya sé que si repasan la hemeroteca de estos últimos veinte años habrán encontrado tal aseveración en mucho de lo que yo escribo. Pero… es lo que hay.

Pues ahí estamos, ya ven, en el instituto. En una verdadera Torre de Babel, donde el estímulo añadido de la multiculturalidad agrega con fuerza a la esperanza dentro de la cesta de insumos de nuestro futuro a medio y largo plazo. Y es que el Agra do Orzán es una parte de la ciudad que acoge y que lo demuestra día a día en sus calles, en sus plazas y… en sus aulas. Vivo la presente experiencia como un reto y una oportunidad en tal sentido. Y es que el docente, desde mi punto de vista, aprende cada día en su relación con el alumnado. ¿Les sorprende? A mí, constatado aquí, pero también en lugares lejanos de otros continentes, no.

Y eso quería contarles hoy, sin más. Haciendo algo de ese periodismo hiperlocal al que se refería nuestra directora en La Opinión, Carmen Merelas, en el acto llevado a cabo por el vigésimo aniversario de esta cabecera. Y poniendo sobre la mesa la importancia de ser sociedad ilusionada en su futuro. Y en eso, sin duda, entran la educación, la creación de ciudadanía local y global y el amor y el respeto por los demás.

Sí, vuelvo al Agra do Orzán. Ese lugar de Coruña que alumbró el Centro Novo Boandanza, en el que me dejé algo más que la piel, o el fantástico Ágora, que costó algunos quebraderos de cabeza, allá por sus albores, y que hoy también es parte del impresionante equipamiento sociocultural de la ciudad. O donde pude conocer, de forma expresa y superlativa, los esfuerzos por salir adelante de muchas personas, y la fuerza, solidaridad, dedicación y profesionalidad de otras para ayudarles a ello. Y lo hago encantado, a pie de calle, en la trinchera, despacito, humildemente y… empeñado en extraer y exprimir toda la fuerza vital que pueda de cada uno de sus moradores. Por anticipado, a todos y a todas aquí, ¡gracias! Les veo en el Agra do Orzán.