Siempre que me he aproximado a una persona mayor, y por razones profesionales y personales me ha tocado muchísimas veces, he sido especialmente consciente de llevar a tal cita la caja de los prejuicios bien vacía. En realidad trato de hacerlo siempre, independientemente de la edad de mi interlocutor, pero más en estas situaciones. Y esto, por dos razones. La primera, porque considero que la persona mayor ha tenido más tiempo para descubrir sus propios caminos y, sobre todo, para saber por cuáles no quiere transitar. Y la segunda, porque el de los mayores —setenta años o más— es un colectivo especialmente lastrado por los prejuicios de una sociedad enferma, que muchas veces quiere relegar a los que atesoran más años a una mera existencia contemplativa, cuando no al servicio a cualquier precio a los familiares que vienen detrás.

Empiezo con el anterior párrafo porque siempre me he considerado sensible a estas cuitas que afectan a menudo a las personas mayores, y porque hoy —habiendo sido ayer el Día Internacional de las Personas Mayores, auspiciado por Naciones Unidas desde 1990— es un buen momento para tratarlas. De todos modos, hablar en general de la problemática del mayor es, casi siempre, no entender nada. Porque los mayores, independientemente de sus rasgos comunes, exactamente igual que ocurre con los obesos, las morenas o los de Cuenca, presentan una panoplia de situaciones, personalidades y circunstancias tan diversa, que no tiene sentido tal planteamiento generalista, generalizador y que siempre mutila una perspectiva mucho más basada en la aproximación a la persona individual.

Para mí ser mayor es, simplemente, ser tú mismo, pero con más años. Tener determinadas necesidades y particularidades acordes con tu edad, claro, pero sin renunciar a tu propia personalidad, en todo lo largo y ancho de posibilidades que esta brinda e implica. Ser mayor no debería encasillar ni ser la excusa perfecta para considerarte de una manera determinada. Porque una persona mayor, repito, no es más que la misma persona que antes era más joven, y que ha tenido la suerte de haber vivido más y de haber ido adaptándose en tal trayecto, conservando mucho de su forma de ser de antaño. O no, que las personas también tenemos el derecho a modificar nuestros puntos de vista cuando queramos. Pero ser mayor, igual que ser joven, no da derecho a los demás a cargarte de tópicos, visiones preconcebidas o lugares comunes. En absoluto. Ser mayor es parte de tu propia y personal aventura de vivir, como tú quieras, respetando y demandando respeto.

Vivimos un momento especialmente gerontófobo y edadista, sin paliativos. A tipos como yo, en torno a los cincuenta años, se nos cataloga a menudo como auténticos cadáveres laborales, y se nos cuestiona cuando a veces hablamos en voz alta sobre cambiar un par o tres veces más de actividad antes de la jubilación. Se nos mira entonces de forma divertida y sorprendida, independientemente de nuestras capacidades, expectativas, trayectoria y logros. Imaginen ustedes a un mayor. Todos los conocimientos y la experiencia —oro líquido— que tiene en su cabeza una persona en los setenta años no se transmiten muchas veces a los que vienen atrás. Se les ve con suficiencia, como si se les perdonase la vida invitándoles a descansar ya. Y la empresa, con frecuencia, pierde valor. Mucho valor. Una pérdida que, por supuesto, acaba trasladándose a la sociedad.

Es necesario romper el paradigma de ser mayor y reconstruirlo, porque el que hoy dibuja la sociedad tiene bastante de asfixiante. Evidentemente muchos mayores no están para semejante algarabía. Pero otros sí, e incluso de forma superlativa. Muchos son los que no quieren quedarse al margen. Y muchos son los que reclaman su propia forma de ser y ver las cosas, y no la que la sociedad les asigne, apartándoles. En tal sentido tuve la oportunidad de aprender mucho conociendo cómo se vive en lugares lejanos. Porque basta entender cuál es el papel de los mayores entre la gente swahili o los aymara, para darse cuenta de que otras formas son posibles. Aquí los gitanos también podrían enseñarnos muchas cosas en tal sentido. Ser mayor no implica ser un apéndice inanimado del grupo humano. Ser mayor puede significar estar en la cresta de la ola.

Les deseo felicidad y largos años de vida, amigos y amigas mayores, y más con todo lo que se les ha venido encima en estos tiempos de COVID-19. Y ojalá, desde los estratos más jóvenes que ustedes, se sepa apreciar su enorme contribución al conjunto, en todos los órdenes. Que la sociedad dé más pasos para escucharles y tomar buena nota de sus consejos. Y que aquellos que no lo hagan, sean capaces de entender su error en alguna vuelta del camino. Al fin y al cabo, como saben, la juventud es lo único que solamente el tiempo puede curar...