Saludos en este nuevo día, en el que espero sigan ustedes bien. Aquí seguimos, adaptándonos a los infinitos cambios con que nos obsequia la existencia. Porque la misma es, ante todo, devenir. Todo fluye a nuestro alrededor, ya saben. Todo muda, y nosotros no somos ajenos a tales cambios. Ojalá los mismos les hayan sido propicios.

Hoy, sin más dilación, les cuento una historia que me ilusiona, porque me transmite esperanza. Es una tontería, asociada simplemente a algo material, pero no deja de ser de esas cosas que te infunden toneladas de ánimo. Hablamos de valores, pero no de forma superlativa, de las grandes cuestiones. No. Se trata de aquellos más asociados al día a día, a los hechos cotidianos. Valores de andar por casa, pero que iluminan nuestro propio comportamiento hacia los demás y que, así, terminan marcando la propia impronta de la sociedad.

Sucedió en una calle coruñesa, pero tal película podría haber acontecido en cualquier otro lugar, con actores diferentes, pero con una trama parecida. En este caso se trata de una furgoneta de reparto, que llega al escenario de los hechos y, en su maniobra, produce un importante rascazo a un turismo que, aparcado correctamente, queda visiblemente deteriorado. El conductor, alertado por el impacto, baja de la furgoneta, observa los daños y... se marcha sin mayor trámite. Ya saben lo que hubiese sucedido a partir de ahí. Que la persona propietaria del vehículo dañado llegaría en algún momento a él, vería lo ocurrido y... poco o nada hubiera podido hacer. Quizá les haya pasado alguna vez.

Pero no, esto no quedó así esta vez. Porque me consta que una tercera persona, que tuvo ocasión de presenciar la escena, no solamente le dejó a tal propietario la matrícula del vehículo causante del daño, sino que adjuntó sus propios datos personales por si se necesitaba algo más, incluida su actuación como testigo en las diligencias que se pudieran incoar. Puso a sus valores —solidaridad, empatía, justicia— por encima de su propio interés personal —tranquilidad, tiempo—, con el convencimiento de que el tipo de comportamiento exhibido por el primer conductor debe ser enmendado. ¡Me quito el sombrero!

Miren, convivir implica deberes, más allá de los derechos que todos y todas también tenemos. Y solamente entendiendo esto de forma diáfana, la convivencia se vuelve verdaderamente grata y sencilla. Cuando no es así, y el egoísmo, el no ponernos en el lugar del otro o la indolencia presiden nuestros actos, estamos apañados. ¿Por qué? Porque vivimos en grupo, y de ahí a que el día a día se convierta en una permanente jungla, hay poco.

Con la pandemia hubo quien acuñó la expresión “policías de balcón”, para explicar la conducta de aquellos que pedían empatía, solidaridad, responsabilidad y cuidado a sus vecinos. Me parece verdaderamente injusto tal apelativo, además de impropio de una sociedad madura. Y es que, en la misma, ha de ser la autorregulación la que guíe nuestros actos y, si no es así, urge la implicación de los demás. Si no es así, estaremos ante un grupo más débil y menos cohesionado, susceptible de ser tratado de forma más infantil. Esta es la realidad en España, con una sociedad demasiado tutorizada por el Estado ante el intolerable y hasta insoportable nivel de irresponsabilidad general, tal y como se manifiesta en muchos ámbitos.

Les he hablado muchas veces de que las sociedades centroeuropeas, luteranas, fomentan más la educación en la responsabilidad individual y que esta es una característica que me cautiva de las mismas. Obviamente, todo yin tiene su yang, y es verdad que en tal entorno flaquean en otras cuestiones, como el de la soledad del individuo, ligada a un mucho más exiguo paraguas familiar. Aunque en ese tema parece que aquí evolucionamos hacia ellos —para mal— de forma muy clara.

El ejercicio de la ciudadanía incluye la denuncia valiente y clara, sin ambages, de los comportamientos inapropiados, sea este similar al del conductor de la furgoneta de esta columna, o cualquier otro de tal guisa. Y ese ejercicio es fundamental para mejorar la convivencia, incrementar la seguridad en nuestro entorno, avanzar en buenas prácticas sociales y, consecuentemente, fortalecer nuestra praxis democrática. En democracias mucho más avanzadas que la nuestra es impensable un comportamiento fuera de tono sin que la respuesta social sea contundente. Aquí la indolencia es nuestro pan de cada día. El “pasar” de lo que no va conmigo. Por eso estoy orgulloso, como ciudadano, del comportamiento de esa persona que optó por “complicarse la vida” en relación con el incidente que les he contado en estas líneas.