El fenómeno de los botellones —que por supuesto ya existía antes de la pandemia, pero que se ha desbordado como alternativa o válvula de escape a consecuencia de las restricciones impuestas por la crisis sanitaria en el ocio nocturno— no es una novedad ni debe circunscribirse tampoco a un territorio concreto ni a los recientes altercados producidos en zonas específicas de la geografía nacional. Este verano, principalmente, y a raíz del levantamiento progresivo y parcial de los toques de queda, hemos asistido a episodios similares en determinadas poblaciones de la costa, con alcaldes que querían reimponer el cierre de sus localidades no como medida sanitaria sino de orden público. En las últimas semanas se han sucedido grandes aglomeraciones en ciudades gallegas que, además de serios problemas de convivencia, han degenerado incluso en algunos casos en disturbios que es preciso atajar en su conjunto. En A Coruña, los vecinos del Orzán se quejan reiteradamente de que sus fines de semana son un “infierno” por la congregación de gente en la calle de madrugada, de la que culpan a los clientes, no a los hosteleros.

Vecinos sin descanso por las noches. Hartos, desesperados por el desfase nocturno de los botellones que concentran a miles de jóvenes a las puertas de sus viviendas ante la incapacidad de los responsables públicos de contener el descontrol. El fenómeno se generaliza tras la pandemia. Lo estamos viendo en las ciudades gallegas pero también en municipios del rural. Los problemas de convivencia que generan, a los que se suman deplorables muestras de incivismo en los portales y accesos a inmuebles, patios y garajes, pasan a ser cada vez más de orden público. Los afectados exigen más control y presencia policial en la calle —algo difícil de garantizar con las plantillas y la organización actual de todos los cuerpos policiales del Estado— pero no encuentran solución efectiva a su padecimiento.

La realidad es que las fiestas callejeras de madrugada crecen a la par que el malestar y el enfado vecinal, no solo por los ruidos sino por las algaradas en las que muchas de ellas derivan. En Galicia se han llegado a producir en las últimas semanas diversos enfrentamientos entre juerguistas y vecinos que exigen su derecho al descanso, aunque afortunadamente sin los incidentes graves a los que asistimos en otras latitudes, lo cual no es garantía de que puedan llegar a ocurrir en algún momento. No es, como decimos, un fenómeno exclusivo de nuestra geografía. Se suceden en toda España.

Porque como decimos, todavía mucho más preocupante es lo que ocurre, en determinadas ciudades como en Barcelona, con el factor diferencial de un aumento gradual de la violencia, la agresividad y el vandalismo. Los responsables de las fuerzas de seguridad optaron inicialmente por una cierta permisividad, que ha acabado por demostrarse insuficiente, con mecanismos que estaban más centrados en la contención, la prevención sanitaria y la seguridad del entorno. Las aglomeraciones fueron allí mayúsculas, con reuniones de 30.000 y hasta 40.000 personas A pesar del despliegue de la Guardia Urbana y de la posterior intervención de los Mossos, lo cierto es que lo ocurrido en torno a estas megaconcentraciones con los incidentes violentos ya conocidos, reclama actuaciones disuasorias. Pero también una reflexión a fondo, más allá de la gravedad del desenlace.

Hay muchos factores que pueden explicar el auge de los macrobotellones. Y en el caso de estos graves disturbios, la incrustación en estos encuentros masivos de actitudes violentas, como se han infiltrado también en actos con trasfondo deportivo o en manifestaciones de distinto signo político. No pueden ofrecerse análisis simplistas, ni tampoco achacar la culpa, generalizando, a toda una generación de jóvenes, ni analizar lo sucedido como un simple problema de orden público cuyo desbordamiento o solución depende de un dispositivo policial más o menos adecuado.

La tensión acumulada durante el confinamiento y los meses de restricciones, la falta de contacto social y las consecuencias psicológicas de un extenso periodo de medidas prohibitivas están entre las causas de eclosión de estos encuentros de ocio nocturno desestructurado, con un consumo compulsivo de alcohol y de otras sustancias tóxicas —y del hecho de que, en casos extremos, deriven en una violencia primaria e irracional. Pero intentar entender lo sucedido sin apriorismos y explicar los mecanismos que hay detrás de estos comportamientos no tiene nada que ver con disculparlos.

En esta reflexión, con múltiples facetas y pocas seguridades, cabe preguntarse si la banalización, o incluso el enaltecimiento desde figuras con responsabilidades públicas, de acciones agresivas hacia la policía y de ocupación y destrucción del entorno urbano ha ayudado a naturalizar el vandalismo en otros contextos. O la ausencia de valores de responsabilidad personal o la influencia de determinados discursos de odio. Sin caer en el error, en el que se ha incurrido en los últimos días, de limitar el debate a la búsqueda de culpabilidades en la gestión del orden público o el discurso político del respectivo contrincante político. Es mucho más fácil, pero más alejado de la realidad, que intentar entender qué claves explican lo sucedido y qué alternativas ofrecer, al tiempo que se garantiza la convivencia ciudadana y la seguridad del espacio público.