Noviembre ya. No sé si ya habrán encendido en Vigo su superlativa iluminación navideña, pero en cualquier caso es evidente que estamos entrando ya en el tramo final de este 2021. Sí, ya sé que quedan aún dos meses, pero insisto en que empiezan a tejerse los mimbres para que en nada estemos despidiendo este año complejo y nada convencional. Otro más... Y, trufando estos días, semanas y meses, se suceden eventos importantes que marcarán el futuro de nuestro planeta y de nosotros mismos. El último, la décimo sexta cumbre del G-20, acaecida en Roma los dos últimos días de octubre, con un pírrico acuerdo de mínimos sobre cambio climático, y la específica reunión COP-26, Conferencia de Naciones Unidas sobre Cambio Climático, que tiene lugar en Escocia y que se prolongará hasta el próximo día 12 de este mes. Las dos, con la misma liturgia de siempre: mucha seguridad, enorme cobertura de los medios de comunicación, algunos golpes de efecto y... discursos de palabras vacías. Nada nuevo bajo el sol.

No he estado en Glasgow en estos primeros días de la reunión, pero sí en las actividades paralelas en otras cumbres parecidas, y la tónica habitual parece volver a estar presente. Los mismos que no han hecho los deberes en las últimas décadas, cambiando muchas de las caras pero no los partidos ni los intereses, escenifican el comprometerse a algo parecido a lo que no fueron fieles, generalmente más a la baja,... y lo volverán a incumplir. No hay más. Y lo peor de todo es que ellos no tienen demasiada culpa: los mecanismos de la democracia se vuelven en estas ocasiones contra cualquier atisbo real de cambio. Ellos, los actuales líderes mundiales, no dejan de ser esclavos de la demoscopia y de lo que sienta o no cada una de sus sociedades de origen. Y la lucha contra el cambio climático, se diga lo que se diga, no es una prioridad verdaderamente principal y sentida por el conjunto de la sociedad. ¿Por qué digo esto? Pues porque entiendo sinceramente que es así, ya que no acaban de cuajar las contundentes medidas necesarias para revertir una situación ya muy límite. Un cortoplacismo propio de la política democrática y los tiempos de la misma, así como otro más profundo aún, inherente al desfase entre los tiempos geológicos y climáticos versus los tiempos humanos, nos está condenando al fracaso. Esto y la propia organización planetaria, donde es francamente complejo conciliar todas las visiones e intereses a la hora de hacer frente a las amenazas colectivas.

Los mismos que nos hablan de compromiso climático ahora, según llegan de la Cumbre, son los que nos hablarán mañana de la necesidad de más turismo a cualquier precio, o de la potenciación de una dinámica económica que choca frontalmente, muchas veces, contra los objetivos marcados y buscados para que el temido incremento de más de grado y medio no termine de verificarse. Hay una contradicción clara entre los modos de vida actuales de muchos de los agentes políticos y socioeconómicos, y lo que implicaría una lucha efectiva y real contra el cambio climático, que nos llevaría a una versión mucho más contenida de nosotros mismos y a una vida mucho más lenta, abandonando muchos de los planteamientos adquiridos cuando ancha era Castilla, y poco parecían importar estas cosas.

Luchar contra el cambio climático lleva indefectiblemente a una revolución constructiva y silenciosa, que no se está dando. Bueno, sí, pero forzada, durante la pandemia. Ahí sí que demostramos que las cosas se podrían hacer de otra manera, y de hecho los resultados en términos de contención de los parámetros relacionados con el cambio del clima fueron importantes. Pero... ¿cuánto se ha tardado en volver a la llamada normalidad, con la pandemia aún segando muchas vidas —y más que lo hará— y sin que el clima y sus cuitas tampoco hayan importado demasiado? Es descorazonador, créanme. Y, a estas alturas, creo que no hay solución. ¿Por qué? Porque a los que enviamos a negociar son arte... y parte. No dejan de ser el exponente más alto de una frenética forma de vida que, si queremos cambios, hemos de transformar. Suavemente en las formas, pero de forma firme y sin vuelta atrás.

Miren, todos tenemos contradicciones. Pero algunos intentamos que sean pocas, se lo aseguro. Cada vez menos. Y, aún así, seguramente podríamos hacer mucho más. Pero esto se queda en lo anecdótico. El imaginario colectivo está en otra liga, en otra división. Conoce casi siempre el discurso, pero pasa por él de puntillas. Y, por encima, los mensajes que nos llegan a todos cada día, de nadie en concreto, asegurando el discurrir de los engranajes del consumo, siguen una línea ascendente. Más, más y más... Y no, un cierto nivel de decrecimiento y de mejora de la eficiencia en casi todo van a ser absolutamente necesarios si queremos tener opciones reales de que el aumento de la temperatura global no sea mucho mayor que el peor escenario que hemos imaginado. Si no nos lo creemos de verdad, entonces dejemos de hacer reuniones estériles, maquillaje global y parafernalia con fuegos de artificio. Nada real. Y seamos sinceros, mirémonos a la cara y... que pase entonces lo que tenga que pasar.