El artículo 9 de la Constitución dispone que los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. El propio Tribunal Constitucional al interpretar este precepto, en su sentencia 101/1983, ha manifestado que, mientras que los ciudadanos tienen un deber general negativo de abstenerse de cualquier actuación que vulnere la Constitución, los titulares de los poderes públicos tienen además un deber general positivo de realizar sus funciones de acuerdo con la Constitución.

Tal vez esa diferencia es la que explica que quienes van a ocupar un cargo público estén obligados en el acto de toma de su posesión a jurar o prometer que guardarán y harán guardar la Constitución como norma fundamental del Estado, de acuerdo con la fórmula establecida en el Real Decreto 707/1979, de 5 de abril, “por el que se establece la fórmula de juramento en cargos y funciones públicas”. Lo que, como se recordará, consiste en obtener del sujeto en cuestión una respuesta afirmativa a la pregunta de si jura o promete cumplir fielmente las obligaciones de su cargo con lealtad al Rey, y guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado.

En un interesante artículo publicado en la Revista Notariado, de marzo de 2012, el eminente jurista Emilio Durán Corsanegro señaló que el citado juramento y la promesa eran expresiones llamadas a reforzar las declaraciones de hechos o de voluntad y agregó que se trataba de algo más que de un simple requisito formal, de tal suerte que “una aceptación parcial, o condicionada o con restricción mental anula el consentimiento, y por tanto, no hay acto de toma de posesión válido”.

Es sabido que el tema de las fórmulas de acatamiento con añadidos (“por imperativo legal”, etc.) resultó polémica hasta el punto de ser objeto de la sentencia del Tribunal Constitucional 119/1990. Esta sentencia consideró que la mencionada fórmula era admisible, argumentando, en su Fundamento de Derecho 7, que: “En un Estado democrático que relativiza las creencias y protege la libertad ideológica; que entroniza como uno de su valores superiores el pluralismo político; que impone el respeto a los representantes elegidos por sufragio universal en cuanto poderes emanados de la voluntad popular, no resulta congruente una interpretación de la obligación de prestar acatamiento a la Constitución que antepone un formalismo rígido a toda otra consideración, porque de ese modo se violenta la misma Constitución de cuyo acatamiento se trata, se olvida el mayor valor de los derechos fundamentales (en concreto, los del art. 23) y se hace prevalecer una interpretación de la Constitución excluyente frente a otra integradora”.

La cuestión que se plantea aquí es diferente y consiste en pronunciarse sobre si un acto expreso de acatamiento en el que el protagonista actúa con reserva mental (la voluntad interna del sujeto es distinta de la voluntad declarada: el declarante quiere internamente una cosa, pero manifiesta externamente otra) cumple o no con el mandato de acatar la Constitución.

Me refiero en concreto a los casos en los que cargos públicos de ciertas Comunidades Autónomas toman posesión de sus cargos manifestando expresamente que acatan la Constitución y que la cumplirán y harán cumplir, cuando a renglón seguido se manifiestan de palabra y obra contrarios, por ejemplo, a normas del Título Preliminar de la Constitución, como que la soberanía nacional residen en el pueblo español (art. 1.2); que la Monarquía Parlamentaria es la forma política del Estado español (art.1.3); la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles (art. 2); la bandera de España formada por tres franjas horizontales, roja, amarilla y roja, siendo la amarilla de doble anchura que cada una de las rojas (art.4), etc.

Planteo esta cuestión porque la ciudadanía ha visto con gran asombro que tales cargos públicos, después de hacer las indicadas promesas en la toma de posesión de sus cargos, no solo no guardaron ni hicieron guardar esas normas constitucionales, sino que desde el primer minuto las infringieron con luz y taquígrafos. ¿Hay alguna razón para que los ciudadanos del montón tengamos que soportar esos aparentes incumplimientos manifiestos de la legalidad? ¿No supone consentir un deterioro relevante de la legalidad constitucional tolerar estos comportamientos?

La respuesta a la cuestión es menos sencilla de lo que parece. El propio Tribunal Constitucional en la citada sentencia 119/1990 señaló que “como ya dijimos en nuestra STC 32/1985, fundamento jurídico 2.º, “la inclusión del pluralismo político como un valor jurídico fundamental (art. 1.1 C.E.) y la consagración constitucional de los partidos políticos como expresión de tal pluralismo, cauces para la formación y manifestación de la voluntad popular e instrumentos fundamentales para la participación política de los ciudadanos (art. 6 C.E.), dotan de relevancia jurídica (y no solo política) a la adscripción política de los representantes”. Y concluyó que “como, en otro contexto ha dicho el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos (Sentencia de 2 de marzo de 1987, en el asunto Mathieu-Mohin y Clerfayt) los requisitos que señalen las leyes para el acceso a los escaños parlamentarios “no deben contrariar la libre expresión de la opinión del pueblo en la elección del Cuerpo legislativo”.

Como puede observarse, parecen pugnar dos criterios: optar por la plena vinculación de la Constitución basada en la soberanía del pueblo español en su conjunto o, por el contrario, por una especie de relativismo político que vendría a subordinar el alcance del artículo 9 de la Constitución a las ideologías de los partidos políticos autonómicos que solo reconocen la soberanía de los habitantes de sus territorios. De optar por este último criterio habría una especie de “vinculación a la carta” del alcance de nuestra Constitución. Lo cual supondría dar primacía al principio del pluralismo político de los partidos (art. 6) sobre los de la soberanía nacional del pueblo español en su conjunto (art.1.2) y de la indisoluble unidad de España patria común e indivisible de los españoles (art. 2).