Como me estaban metiendo el miedo en el cuerpo con el posible desabastecimiento, corrí a la librería más cercana por ver si las estanterías estaban comenzando a vaciarse. Y en efecto, el encargado me lo confirmó: hay psicosis, la gente está arrasando con los libros de poesía, estamos fatal de narrativa y hasta los ensayos empiezan a escasear.

–¿Y las biografías?

–Ya solo nos queda una de Mao y creo que hay una de bolsillo de Atila.

Para tranquilizarme me tomé un Atila. Quiero decir, compré esa biografía. Raudo corrí a la zona de libros de cocina pero ya solo quedaban libros de postre y yo necesitaba con urgencia cómo gratinar brócolis y con qué combina bien la lubina al horno. Pero nada.

Me imaginé en casa desabastecido, sin lecturas, en la negra noche. Semanas y semanas sin leer. Y empecé a coger sobras sin ton ni son. Una antología de haikus riojanos, un volumen sobre mecánica moderna en motores de aviones, un tratado sobre huertos solares y un libraco que recogía la transcripción de un congreso sobre la sexualidad de los mayas.

Caballero, eso le va a costar una fortuna y tal vez en unos grandes almacenes dispongan de más existencias, me dijo el taimado encargado, al que le asomaban por los bolsillos libros de bolsillo. Te compro uno de esos, le dije. De eso nada, son novelas clásicas y no me desprendo de ellas. Le di un manotazo, lo llamé malandrín y logré arrancarle Tiempo de silencio de Luis Martín Santos aunque cuando huía me lanzó La colmena y me alcanzó por la parte del cogote donde el pelo me clarea. Casi me caigo y del traspiés perdí los haikus pero pude agarrar La Colmena, algunos de cuyos personajes, como tiene tantos, comenzaron a salirse del libro y a correr calle abajo. Me imagino su impresión. De pronto están en la dura posguerra y de repente corren por una ciudad que se gasta un dineral en luces navideñas y que tiene abundantes pastelerías.

Corrí y corrí y regresé a casa como pude. Letraherido. El botín libresco no era mucho pero menos es nada. Preso de un hambre feroz le hinqué el diente a Atila y me comí un huno. Estaba un poco duro y probé entonces con el libro de mecánica de aviones, que no me hizo volar pero me quitó un poco la ansiedad. Me vi impelido a abrocharme los cinturones. Puse la tele. No sé para que puse la tele si lo que quería era leer pero así son las contradicciones de uno, en color. La tele hablaba, claro, del desabastecimiento, los contenedores, China, el coronavirus y la psicosis. O sea, los ingredientes ideales para un libro. Me puse a escribirlo. A la vez que mataba el tiempo paliaba el desabastecimiento de libros. Fue entonces cuando los escritores de La colmena me invitaron a hacer una tertulia. Pedí café y bollo.