Pero... ¿habrase visto? Un poco que nos descuidemos, y los días se nos caen del calendario como las hojas en otoño. Metidos, ya ven, casi ya en una semana medio festiva, que supone el prólogo de la recta final de fin de año, de la Navidad y de darle la bienvenida a esa anualidad entera que ahí nos espera, donde podremos elegir entre cultivar la mejor versión de nosotros mismos como grupo humano o... lo otro, lo de siempre. En fin, que ahí andamos, cuesta abajo y sin frenos en las postrimerías del 2021, enredados con un nuevo y fuerte repunte de infecciones por SARS-CoV-2 —¿alguien lo dudaba?—, y apelando una vez más a la sensatez colectiva. Cuídense, de verdad. No vale, repito una y mil veces, hacer lo mismo y esperar resultados diferentes. Hay que estar a la altura de las circunstancias. Es verdaderamente importante.

Pero, dicho esto, déjenme que hoy cambie de tema, hablándoles de algo que me resulta ciertamente insoportable. ¿En qué términos? Pues de la forma más literal. Y es que me parece que hay mucho cinismo en el tema que les voy a contar, que tiene que ver con la publicidad, con la venta de un determinado artículo y con una fantástica doble moral que, por lo que se ve, a algunos les va bien, traducido a ingresos. Yo no podría.

Miren, me refiero a ese anuncio que se hace en algunas emisoras de radio, que comienza con los conductores habituales del programa hablando del fuerte dispositivo de la DGT en vísperas de un gran movimiento de vehículos, explicando los recursos puestos en juego para controlar tal volumen de tráfico... para terminar con la promoción de un aparato detector de radares de tráfico. Algo que, según ellos apostillan, es perfectamente legal (sic). No lo tengo claro pero, además de eso, creo que falta ética en tal asunto.

Y eso, ya ven, es lo que considero grave. Me parece increíble que, desde las ondas y con el ánimo de vender, se juegue con la vida y la muerte en la carretera para ganar unas perras. Porque la promoción de tal tipo de “juguetes” redunda, no cabe duda, en la existencia de más conductas peligrosas en nuestras carreteras. Y de ahí a una mayor siniestralidad va un paso, de consecuencias imprevisibles.

Estoy convencido de que, si las personas tuviesen capacidad real de autorregularse y una mayor responsabilidad, no habría necesidad de instalar radares. Pero como esto sabemos que no es así en un cierto porcentaje de las personas al volante, no queda otra. Se genera así una actividad que, en otro contexto, sobraría. Pero que, en cambio, es fundamental para velar por nuestras vidas. No solamente por lo que supone como efecto disuasorio ante conductas temerarias e improcedentes, sino para purgar de la carretera —aunque solamente lo logre en cierta medida, por la laxitud de las sanciones— a personas verdaderamente peligrosas en la misma.

Por eso es importante que existan los cinemómetros y que puedan controlarnos en la plenitud de su potencialidad, sin subterfugios, cortapisas o medias tintas. Y, por ende, esos detectores de radares —anunciados a bombo y platillo por alguno que, por otro lado, pretende erigirse en deudo de la moral pública— le hacen flaco favor a la seguridad al volante. Algo en lo que a todas y a todos, sin duda, nos va la vida.

En fin... Que hace falta más responsabilidad y coherencia personal, no vayamos a convertirnos en algo parecido a ese supuesto gran chef que, a poco que le dejan, se empeña en publicitar un sopicaldo. Seamos honestos y, para empezar, con nosotros mismos. Y si una medida hace falta por la gran falta de empatía y de cuidado de unos pocos al volante, esta no se puede boicotear. Todo lo contrario.

¡Cuídense! Y, en la medida de lo posible, sean felices. Es lo que toca.