Hoy les saludo en día festivo, en el que les deseo lo mejor. Si son de los que descansan en esta jornada, disfrútenlo a su manera. Y si, en cambio, les toca estar en la trinchera para asegurar que todo funciona en aquellos servicios que no paran, ojalá tengan un día fructífero y agradable. En cualquier caso, que este 8 de diciembre sea, como todos, mágico en sus vidas.

Itinerarios personales, únicos, que se van entretejiendo unos con otros, y que van dando cuerpo al devenir de nuestros días. Somos seres eminentemente sociales, y la faceta de compartir el espacio y el tiempo con los demás es parte nuclear de la existencia. Es muy difícil y muy duro ser anacoreta o ermitaño, aunque siempre es una opción. Supongo que tendrás tu compensación, sí, afinando mucho los sentidos para escuchar hasta a los pájaros, o sintiendo toda la armonía del silencio del amanecer o el anochecer, en comunión íntima con la Naturaleza. Pero las carencias derivadas de la vida en soledad son enormes. No en vano la situación de estar completamente solo y no quererlo está catalogada ya como una de las patologías sociales más prominentes de este posmoderno y líquido siglo XXI. Sí. Hay muchas personas solas, y no por su propia voluntad.

Pero si hay un flagelo especialmente lacerante en esta época de la Historia, este tiene que ver con la inequidad. Ya sé que lo he traído a estas líneas en muchas ocasiones en estos últimos veinte años, pero cada vez está más vigente. Y no es por casualidad, sino fruto de un modelo productivo con profunda raíz ideológica que conduce, cada vez más, a que el que más tiene atesore mucho más, mientras que muchísimas personas en el mundo tienen que sobrevivir a costa de las migajas, literalmente, de lo de los demás. Y con una tercera derivada que implica la destrucción del segmento económico medio y, por ende, tal radicalización de riqueza y pobreza extrema. Mucho mayor inequidad.

Creo en la propiedad privada, en el contexto actual, y entiendo que lo que es de cada uno ha de ser protegido. Sin embargo, lamento profundamente aquellas políticas que no asocian la generación de riqueza con la consecución de un umbral digno de participación en la misma para todas aquellas personas involucradas en tal tarea. Dicho de otra forma, no entiendo por qué el hecho productivo ha de tener tan dispares consecuencias: la satisfacción plena de los intereses dominicales y accionariales, por un lado, y la venida a menos en los últimos tiempos -diáfana- en los emolumentos de los trabajadores o los beneficios de las contratas. Puedo entender que, en tiempos de vacas flacas, todos nos apretemos el cinturón. Pero lo que existe hoy, con los datos estadísticos en la mano, no es eso. Es una hipertrofia del segmento más rico de la población, cada día mayor y con más recursos, y otra del vagón de cola, donde caen todos aquellos que están condenados a malvivir o hacerlo directamente de la beneficencia. ¿Es esta la sociedad que queremos?

La adopción de hábitos globales de compra, la acumulación de la población en las grandes urbes y otros factores están propiciando este escenario, para mí demoledor. Pero la buena noticia es que el camino para el cambio en este ámbito socioeconómico es el mismo que para otros grandes males de la Humanidad, comenzando por el cambio climático. Y este no es más que la vuelta a escenarios más manejables. No se trata de encerrarnos en el micromundo, o en potenciar que seamos esos anacoretas de los que hablaba al principio. Pero, a lo mejor, no tiene sentido el diseño de políticas globales económicas, con gigantes con pies de barro, apostando por un producto mucho más local, con participación regional y dentro de un esquema económico mucho más manifiestamente productivo que especulativo. Una cierta vuelta a lo rural, mucho más tecnificado y tocado por la eficiencia derivada de lo tecnológico y del intercambio de información en tiempo real, de forma más sostenible y simple.

Usted me dirá que su vida es sencilla, y la mía también, pero fíjese que convivimos con personas –y no pocas– que hoy desayunan en Londres para cenar en Tokyo, o que cruzan el charco habitualmente, o que mantienen residencias suntuosas en distintas localizaciones del globo, y muchas veces viviendo de lo puramente especulativo sin producir, comprar o vender nada real. Tome nota de que la actividad del uno por ciento más rico –según Oxfam– contribuye al cambio climático mucho más que lo del cincuenta por ciento con menos recursos. Y que cuando se dice que hay que cambiar de modelo, unos tendrán que plantearse mucho de lo que hacen. Otras personas no, e incluso aún tendrían margen para poder consumir más. Como en aquel dispensario africano donde me explicaban, hace unos años, que a ellos aún les quedaba mucho margen de poder gastar, si tuviesen recursos, ya que su penuria económica solo les daba para poco más que paracetamol y aspirina. El contexto era el de un área donde el VIH hacía estragos y donde los ya existentes antirretrovirales específicos para combatirlo eran, literalmente, ciencia-ficción.

Acuérdense, la terrible inequidad que existe y que viene nos pasará factura, en términos de una sociedad menos vivible, más insegura, con muchos más riesgos globales, con menos oportunidades y más triste. De usted, del tiempo que dedique a pensar y de sus hábitos de compra también depende, en mayor o menor medida, el intentar revertirla. Todo suma.