Buenos días. Nuevo sábado en el que nos comunicamos, con gran placer para mí. Hoy es 11 de diciembre, día en que desde Naciones Unidas se nos recuerda la importancia de las montañas, desde todos los puntos de vista. Un tipo de hábitat en el que, con gusto, viviría. Sepan que, en realidad, lo digo como intuición, ya que nunca he probado a vivir de forma estable en alguna de las localizaciones de montaña más próximas a nosotros. Pero, igual que otras veces obré siguiendo un pálpito, y acerté a la hora de diseñar mis formas y lugares de vida, ahora siento que sería muy feliz en Ancares, en Trevinca o en O Caurel, por poner tres ejemplos de los más cercanos a nosotros. O, quizá, perdido en alguna aldea de Chandrexa de Queixa, emulando a personas queridas que han dado ese paso en la vida. Sí, la montaña me fascina, porque une el misterio, la fuerza, el silencio y la belleza de la misma a la sencillez del rural, a la ausencia de envoltorio... Quién sabe, a lo mejor en no mucho tiempo estoy en alguno de esos lugares...

Hace ya tiempo, por ejemplo, me pedían solamente doscientas mil pesetas —en la moneda que entonces usábamos— por la ruina de una preciosa casa en A Ponte, en el siempre mágico entorno del Concello de A Veiga, al pie del cordal de Trevinca. Hubiera sido una buena inversión a un precio excelente, arreglándola y disfrutando de ella, pero lo de una segunda vivienda nunca me apeteció. Ahora bien, ese mismo lugar —al que acudí muchas veces en el pasado— me parece realmente bonito para vivir de forma estable. ¿No les tira la idea? A mí les aseguro que sí.

Lo que está claro es que, según obremos, tendremos unos u otros resultados. Si yo dejo mi casa actual y me voy para otro lado, me podré sumergir en uno u otro ambiente, influyendo esto en el hecho de a qué actividades me podré dedicar o no, pesando definitivamente en cómo hilvanar las acciones y las expectativas de mis días futuros, o en qué amistades podré cultivar de forma preferente. Pues bien, esto sucede en todos los ámbitos, de forma que lo raro sería actuar de una manera, esperando resultados discordantes o incompatibles con las acciones realizadas. No. Se trata de avanzar de una determinada forma y, a partir de ahí, esperar algo compatible. Con mayor o peor fortuna, claro, pero en una determinada línea. Si me voy a vivir a la montaña, por ejemplo, no puedo esperar tardes de playa y mar o convertirme en un avezado practicante de surf.

La pandemia de COVID-19 no es ajena a este razonamiento sobre las causas y sus consecuencias. Como he dicho aquí mil veces desde febrero de 2020, no podemos obrar de una forma y esperar resultados diametralmente opuestos. Nuestras acciones guiarán, en buena medida, cuáles serán nuestros logros. Podrán diferir un poco, porque la buena o la mala suerte y otros factores también concursarán a la hora de obtener el resultado final, pero en una línea más o menos definida. Y, por ende, no podrán ser diametralmente opuestos. Eso ni es esperable ni ocurrirá.

Si hacemos lo que ya probamos, a esto le sucederá un resultado concordante, y también conocido. Si cenamos con nuestros compañeros de trabajo, con varios grupos de amigos, con la familia y con dos o tres clientes o proveedores, la transmisión del patógeno será explosiva. Si planteamos esta, la otra y una tercera excepción a la regla de la mascarilla, ya sabemos qué ocurrirá. Y así siempre, en un eterno suma y sigue que podría ocupar perfectamente todas las páginas de este diario. Hay que apostar por la prudencia. Y, tal contención ¿no es el escenario deseable o el que queremos? Por supuesto, pero desgraciadamente la vida no siempre nos colmará de satisfacciones y se guiará por nuestras querencias. Y a veces hay que saber “apechugar” para que lo sembrado no nos estalle en la cara.

Es por eso, insisto, que no toca tentar a la suerte con cenas de Navidad. Es por eso, además, que este año tampoco me sentaré con mi familia para la Nochebuena y para la Navidad, para el Año Viejo y el Año Nuevo, siendo verdaderamente duro para mí, como para todos. Pero es lo que hay. Lo que hay, sin más. No podemos obrar a la ligera. No podemos ser vector de la pandemia, que sigue matando a quien —por razones aún no suficientemente conocidas— es a ella más vulnerable. No podemos seguir haciendo lo mismo, como sociedad, esperando resultados diferentes. Por mucho que nos duela, no podemos jugar las mismas cartas perdedoras, pero querer ganar. Esto es lo que explico desde hace dos años y, específicamente, hace meses a quien me pregunta o a quien me invita a cenar para celebrar la Navidad. Sintiéndome muy honrado y agradeciendo el gesto, deseando que cambie la cosa, cuento que quizá podamos ahora tomar un café con distancia y mucho cuidado o dar un paseo juntos, pero que no podemos sentarnos a comer a treinta o cuarenta centímetros y pretender, como si la cosa no fuese con nosotros, que la realidad se funda con nuestros propios deseos. Y es que eso, queridos y queridas, no ocurre. Los deseos son los deseos, y la realidad, la realidad...