De todos es sabido que en las democracias parlamentarias los partidos políticos, como dice el artículo 6 de nuestra Constitución, son el cauce a través del cual se expresa el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Lo cual es debido, entre otras cosas, a que sobre los partidos descansa toda la actividad electoral. En efecto, de los partidos surgen las listas de los parlamentarios que nutrirán el Congreso de los Diputados y el Senado, quienes serán elegidos por sufragio universal, libre, igual, directo y secreto. Y todo ello con vistas a que en cada legislatura el Congreso de los Diputados nombra al presidente del Gobierno que será el que consiga, mediante la oportuna votación, la confianza de dicha Cámara.

Se comprende, pues, que todos los partidos políticos traten de conseguir el mayor número posible de adeptos para sus postulados con el fin de obtener cuantos más escaños mejor.

La inclinación de los electores hacia un partido u otro depende de varios factores, entre los cuales, figuran los tres siguientes. El primero y fundamental es la ideología del votante; es decir, el conjunto de ideas que caracteriza el pensamiento político de una persona formado a través de un proceso mental en el que intervienen factores de diversa naturaleza, como la reflexión o las propias vivencias del sujeto en cuestión. El segundo factor es la percepción ocasional que tiene el ciudadano de la marcha de los asuntos públicos en el momento de las elecciones. Y ello porque la opinión que ha ido formándose el votante sobre la situación general del país y sobre la suya particular a lo largo de la legislatura que acaba de finalizar suele influir notablemente en el voto de los que carecen de una ideología firme y definitiva; es el llamado voto flotante que por ser numeroso y variable puede hacer que el candidato que gobernó pierda las nuevas elecciones. Y, finalmente, el interés personal que pueda tener el elector en cuestión en un resultado del que se deriven para él consecuencias favorables, como un nuevo puesto de trabajo.

Aunque es dudoso cabría incluir entre los factores que pueden influir en el voto el recurso al miedo. Se trataría de incidir exageradamente en el peligro de los partidos que defienden las opciones más radicales. Los partidos moderados suelen insistir en el extremismo de ciertas opciones, teniendo mayor éxito mediático las referencias a la peligrosidad de las fuerzas más cercanas a la derecha que a la izquierda, las cuales (piénsese por ejemplo en EH Bildu) suelen gozar de un trato sorprendentemente benigno.

Antes de convertirse en el voto que se depositará en las urnas, las voluntades que flotan por el cielo electoral son atraídas hacia sus respectivas formaciones políticas por los pescadores de votos que van pregonando las bondades de sus ofertas electorales plasmadas en los programas con los que gobernarán, en caso de ser elegidos, durante la legislatura en disputa.

Pero por desgracia para algunos partidos, en cada elección no se parte de cero. Salvo que los partidos sean de nueva creación, todos tienen su historia y en ella está reflejado el grado de cumplimiento de sus promesas electorales en las anteriores legislaturas. Por eso, los electores pueden hacer fácilmente un test de credibilidad de cada líder o de cada partido, que, salvo para los muy ideologizados o los adeptos interesados, acaba poniendo a cada uno en su sitio. A pesar de lo cual, todas las formaciones siguen tratando de ganar adeptos para su causa.

Las medidas para lograrlo son muy variadas y van desde las que recurren a señuelos tan golosos que será difícil resistirse a ellas (piénsese en todas las dádivas y subvenciones), como las más sutiles de invadir las voluntades con promesas demagógicas y populistas que son irrealizables.

Stefan Zweig, en su obra Castellio contra Calvino, refiriéndose al fenómeno de forzar las conciencias para ganar adeptos pone en boca de Castellio que obligar a alguien a adherirse a un credo que no profesa no solo es inmoral e ilícito, “es, además, disparatado y absurdo, pues el reclutamiento forzoso dentro de una ideología no produce más que creyentes que solo lo son en apariencia”. Tiene toda la razón y es que los que se mueven por la atracción del poder y no por sus convicciones personales no son verdaderos adeptos sino acompañantes interesados.

En la misma línea el maestro Zweig hace decir a Castellio que “aquellos que solo quieren tener el mayor número posible de partidarios, y por ello necesitan muchos hombres, son como un loco que tiene un gran recipiente con poco vino dentro y que lo llena de agua para tener más vino. Con ello, en modo alguno aumenta el vino, sino únicamente echa a perder el bueno que tenía dentro”. Y finaliza diciendo “un vino malo no será mejor porque se obligue a la gente a beberlo”.

Hoy para ganar adeptos se recurre a la propaganda política que se parece cada vez más a la mala publicidad comercial. Y ello no solo porque las siglas de los partidos y los nombres de los líderes se utilizan ya como si fueran verdaderas marcas comerciales o prescriptores personales, sino porque la contienda para captar los votos, más que basarse en propuestas informativas, se traduce en mensajes persuasivos y agresivos, que lo único que pretenden es atraer el voto electoral como si fuera una mercancía.

Desconozco las razones del giro propagandístico que parece haberse producido en la actuación política; y tampoco puedo predecir si perdurará. Pero lo que sí se puede afirmar es que el voto de los ciudadanos no es una mercancía y que es manifiestamente antidemocrático convertir toda una legislatura en una larga, tediosa, insoportable, ineficiente e inútil campaña electoral. Los ciudadanos merecemos otra cosa.