Un nuevo saludo para ustedes en estos días de enero, en el que volvemos a coincidir en el cono del espacio-tiempo, al menos de manera virtual. ¿Qué tal están? Espero que bien. Yo sin demasiada novedad. Sin mucho movimiento, pero también sin grandes sobresaltos. Ahí vamos, con contención, en estos tiempos pandémicos en los que la responsabilidad individual es la base para evitar problemas colectivos.

Hoy quiero compartir con ustedes un cierto vértigo, que asoma a mi ventana cada vez que se toca lo relativo a la educación y a sus grandes protagonistas, los alumnos y alumnas que hoy se forman en miles de aulas en nuestro país. Y no porque no haya muchas cosas, seguramente, que tocar y mejorar. En absoluto. Más bien tal pálpito tiene que ver con algunas noticias que van llegando, y que hablan de posibles bajas en el catálogo de lo que se oferta a nuestros jóvenes como parte de su proceso formativo. Nada confirmado del todo y de lo que acaso tenga incluso una información sesgada o inexacta. Pero que llega para que tenga tal preocupación, no basada en intereses personales sino en lo que creo, honestamente, es mejor para los y las educandos.

Lo primero que siempre me aterra en estos casos tiene que ver con el papel de la Filosofía y su peso en el currículo. No sé qué pasará exactamente cuando se culmine la puesta en marcha de esta ley educativa, pero el ámbito del pensamiento abstracto siempre tiene grandes posibilidades de salir mal parado cuando se tocan los mimbres de lo que en la escuela enseñamos, y algo he vuelto a oír al respecto. Seré claro: nada fluye cuando se cercena la posibilidad de conocer la reflexión sobre los grandes problemas, las grandes cuestiones y sus aplicaciones prácticas. Y es más, para mí es imposible explicar física, matemática, química o biología sin poder aprender a razonar, antes o en paralelo, o sin escuchar lo que el pensamiento organizado, desde los clásicos, nos ha iluminado sobre todo ello. La Filosofía es la madre de todas las ciencias, y aporta elementos comunes indispensables para el razonamiento. Y, sin ella, los conocimientos corren el riesgo de agolparse en nuestras entendederas como quien colecciona postalillas. Un kindergarten, que diría mi querido profesor Luis Monteagudo, esté donde esté.

Pero hay más. En los mentideros de donde se cuecen las cosas se dice que se va al garete también la Cultura Científica de Bachillerato. Una asignatura optativa, que me cautiva por su plasticidad y por la enorme cantidad de elementos transversales que en ella se concatenan. Precisamente, a la hora de escribir estas líneas, acabo de salir de una sesión de tal materia, y el currículo de la misma me parece oro líquido. Porque hablar de forma interdisciplinar de la reacción en cadena de la polimerasa, la hoy de moda PCR, la tectónica de placas, el proceso de síntesis personalizado de las proteínas, de inteligencia artificial, o del proceso de formación del suelo fértil, es un lujo. Y más cuando todo ello lo dirigimos a alumnos de humanidades, que así se llevan un interesante bagaje de aproximación a disciplinas que no verán en su opción, suponiendo un interesante complemento para el poso cultural que les quede cuando abandonen el instituto.

El conocimiento es importante per se, no por su orientación a la consecución de un trabajo o un estatus. Lo laboral es fundamental en nuestras vidas, no cabe duda. Pero el proceso de formación del individuo y su personalidad, nuestra protección frente a todo tipo de engañosos cantos de sirena y nuestra seguridad y autoestima personal son mucho más críticos aún. Y el conocimiento nos sirve para todo eso, además de para hacernos más libres. La cultura, y en particular la cultura científica, nos hace mejores profesionales, independientemente del ámbito en el que desarrollemos nuestras carreras. Y nos prepara para resistir mejor los embates vida, pandemias incluidas.

Es por eso que, ante la posible pérdida de peso, ¡una más!, de la Filosofía, y la desaparición de la Cultura Científica como materia optativa, yo me posiciono. Y lo hago reivindicando el conocimiento en tanto que conocimiento, sin más. Porque en la era de mayor cantidad de información florece la “infoxicación”, cada vez mayores cotas de dilución de la sabiduría y un ramplón barniz sin fundamento en muchos de nuestros currículos, poco orientado a la formación de seres que piensen, razonen y sean capaces de enunciados críticos. Creo que es bueno revertir tal amenaza...