No entro en polémicas, pero no veo fácil ni natural que una criaturita empiece, en sus balbuceos iniciales, a decir “progenitora” cuando se enrosque y besuquee el rostro de la madre que la trajo al mundo. Sí, será cuestión de educación, pero me parece que lo más natural y corriente es ese “ma-má” que colma de felicidad a tantas mujeres, sin ignorar tampoco el júbilo del hombre que alza a su retoño cuando le oye decir un vacilante “pa-pá” que la madre ha repetido solícita al oído de la cría, o del crío, para que al padre le suene a campanillas ese primer saludo filial. Eso es lo que se pierden aquellos matrimonios —quizás sean simples parejas sin las cualidades ni la estabilidad que conlleva la decisión de constituir una familia— que renuncian, restringen o minusvaloran el sentido de la maternidad y de la paternidad.

A ello se ha referido recientemente, a primeros de enero, el Papa Francisco, como pueden dirigirse también tantos abuelos a sus hijos casados cuando ven que —aparte de la dificultades médicas— que no viene la natural y deseada descendencia. Y cómo se entiende que se hable del estado de buena esperanza para todas las mujeres que lucen con arrobo su embarazo.