En época de elecciones a uno siempre se le viene a la cabeza la famosa novela de Delibes y su sabio personaje del olvidado mundo rural, el señor Cayo. Parece mentira que la escena del candidato de turno recién aterrizado en algún paraje agrario, a todas luces extraterrestre para él, disfrazado con calculado desenfado para la ocasión por el equipo de atrezo de la revista Hola (mejor les iría, creo yo, con Caza y Pesca) y luciendo una ancha sonrisa de melón, se repita una y otra vez sin el menor respeto por la dignidad del personaje, el amor propio de los oriundos ni la inteligencia del electorado. Pero los tiempos cambian y, a pesar de la indiscutible vigencia literaria de El disputado voto del señor Cayo, la imagen de Casado sobre un fondo de ovejas balantes, soltando dislates acerca de la “mochila austriaca”, el “turismo de otras razas” y los molestos (para él y su partido y los negacionistas de Vox) “no sé qué archivos de la guerra civil” es digna de la serie de televisión Vota Juan, de Juan Cavestany y Diego San José, magistralmente interpretada por sus protagonistas: Javier Cámara y María Pujalte. Juan, el personaje de Cámara, es un ministro, y más tarde aspirante a la presidencia del país, capaz de provocar tanta hilaridad como vergüenza ajena. En la serie se suceden momentos del todo insoportables para el espectador, tan ridículos y vergonzosos que uno podría pensar que está viendo al Torrente de la política. No obstante, subyace siempre un hilo de desquiciada verosimilitud que conecta al personaje con un preocupante número de políticos españoles: Juan no dice o hace cosas menos demenciales que sus modelos del mundo real. Esto es clave para que la serie acabe atrapándote en una suerte de ejercicio masoquista que refleja la indefensión de los contribuyentes, y de toda suerte de rebaños (sobre todo en época electoral), ante la desfachatez y voracidad de estos seres de carne y hueso.

Es como si nos hubiésemos acostumbrado a la bajeza moral y a la simpleza intelectual de estos individuos (Casado se lleva la palma últimamente, pero basta con escuchar cualquier declaración de Ayuso o de Abel Caballero, por poner dos ejemplos rápidos y de partidos aparentemente distintos, para pensar que los guionistas de Vota Juan lo han tenido muy fácil). O, peor aún, quizá hayamos caído en esa vieja trampa del ego que consiste en experimentar cierta satisfacción morbosa ante la ignorancia ajena, como si su mera constatación bastase para volvernos más inteligentes. El caso es que tanto ellos como nosotros estamos bajando mucho el nivel. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a rebajarnos para seguir tronchándonos de risa con el espectáculo de la política española?

Leyendo el último libro de Martin Amis, Desde dentro, me encuentro con esta idea: “El alzhéimer, como el populismo, es decididamente filisteo, detesta al yo intelectual”. La política española parece estar viviendo hoy su particular edad de oro del populismo, y, tal y como deseamos que ocurra con el alzhéimer, convendría encontrar el más eficaz de los tratamientos para combatirla.