Otra tragedia pesquera más, en este caso la mayor de los últimos 44 años, ha vuelto a conmocionar a toda Galicia. La catástrofe del Villa de Pitanxo, que se ha cobrado 21 vidas en aguas de Terranova, ha devuelto el drama de tantos otros naufragios padecidos por la gran familia marinera. Es difícil, en momentos en los que, como éste, un país entero guarda luto, encontrar palabras de consuelo para las familias, amigos y vecinos de las víctimas del pesquero de Marín. Todos ellos, los tripulantes fallecidos y los desaparecidos, al igual que los supervivientes, hermanados en un oficio, el de pescadores, que es honra, gloria y a veces, como ésta y otras anteriores, dolor de Galicia, y que forma parte del alma misma de este país. Por eso es preciso extraer lecciones en todos los frentes sobre lo ocurrido que puedan servir para intentar que no se repita algo tan terrible como esta tragedia en uno de los mares más peligrosos de cuantos frecuentan los buques gallegos y que ha llevado a su seno al buque y a la mayor parte de su tripulación.

Afirmar que la pesca es una tarea especialmente peligrosa, en la que los riesgos, por más que conocidos, siempre dejan lugar para la sorpresa, y hasta la agresividad de un medio hostil, resultaría innecesario. Pero no lo es insistir en que, por eso, y por los precedentes y sus consecuencias, son exigibles unos niveles de seguridad llevados al extremo, al detalle, con revisiones, actualizaciones y modificaciones cuando y como sean precisas. Así como un control riguroso, permanente, vigilante, adecuado al riesgo que se quiere combatir. No nos cansaremos de persistir en ello, de defender el principal valor de los pescadores, que son sus vidas y sus trabajos y, en consecuencia, de apremiar a que se atiendan sus justas reivindicaciones.

La seguridad, sus normas, son la única manera de reducir un riesgo que nunca desaparece. No se trata ahora de reclamar responsabilidades cuando todavía no se conocen al detalle los motivos de una catástrofe como la de Terranova, pero el escrito remitido por marineros gallegos embarcados por caladeros de todo el mundo es suficientemente elocuente para reconocer que queda todavía mucho camino por recorrer en materia de seguridad pesquera. “Avanzamos en la exploración espacial pero los buques siguen hundiéndose como hace 70 años”, sentencian gráficamente para exigir que se investiguen e implementen sistemas de seguridad y salvamento que mejoren los existentes.

Como es una obligación acoger las quejas doloridas y la indignación de familiares de fallecidos y desaparecidos, atenderles y entender los momentos dramáticos por los que viven. Porque es inadmisible que a su drama se sume el enojo por la falta de información recibida, en datos que les llegaban a cuenta gotas y que sin duda ha motivado también su comprensible desesperación. Y en ese escenario, es igualmente lógica su petición, casi desesperada, de que el Gobierno de Canadá amplíe los plazos de búsqueda de las personas, porque no es de recibo que la suspenda a las 37 horas de producirse el siniestro, o que el gobierno de España ponga los medios precisos, como debe y no ha hecho, para ello. “Merecemos que nos los traigan a casa”, claman con justicia sus familiares. Hay ocasiones en que la humanidad se demuestra desde la flexibilidad de unas normas hechas para proteger tanto a los rescatadores como a los posibles rescatados, porque a quienes aguardan desde la última esperanza cualquier signo, por leve que sea, que la justifique, hallarán en el gesto lo que no les concedió el mar: soñar con lo imposible.

Galicia, cuna de esforzados marinos y marineros que lo entregan todo, de generaciones que han recorrido los caminos del océano, de un continente a todos los demás buscando su porvenir, tiene su cultura impregnada del sabor a sal marina, sus hombres y mujeres los ojos alimentados por las luces de Oriente y Poniente en una historia que se sustenta sobre la reivindicación permanente de una protección adecuada para sus gentes, constante para sus familias, necesaria para sus espíritus.

Eso es lo que reclama LA OPINIÓN que, en días como éstos, además, insiste en la reivindicación, planteada tantas veces como catástrofes tiene grabadas en su historia casi bicentenaria, de una política europea que regule la pesca y, a la vez, cuide las vidas de los pescadores. Que la especie humana sea tratada, incluso por los más radicales proteccionistas, al menos con el mismo esmero que algunos prestan, con razón, a la salud del medio ambiente.

Hoy, ahora, queremos unirnos a quienes reclaman, desde el dolor compartido, la máxima atención para las familias. Para todas ellas sin distinción de grado ni de origen. Al igual que la tripulación, todos estaban hermanados por Galicia. Al igual que atendidos por ella, y por las autoridades centrales, han de estar las viudas, los huérfanos, los padres y madres, los hermanos y las hermanas que hoy lloran una pérdida irreparable. Es precisa para todos ellos agilidad administrativa, celeridad en las peticiones de información a pesar de las lógicas dificultades, el máximo esfuerzo para recuperar a los desaparecidos y rapidez en la admisión y entrega de ayudas que son ahora más necesarias que nunca. Porque todos ellos reclaman un mínimo de seguridad de cara al futuro: no hacen sino reclamar lo que han de tener quienes salen al mar para garantizársela con su trabajo. Y ha de hacerse todo ello con mimo, con la ternura que merece la memoria de los que no volverán y la dignidad de los que aquí se quedan. Porque se la debe el mar, y también las administraciones.