Hace unos días que he visto en televisión la última película que estrenó Iciar Bollaín, titulada Maixabel, que es la viuda del socialista Juan Mari Jáuregui asesinado en el año 2000 por ETA. Es de suponer que la directora Bollaín perseguía al rodar su obra un objetivo, ya fuese estrictamente personal, como sería “explicarse” a través de la obra el delirante mundo de ETA, ya uno más general como sería compartir con los espectadores su visión de los años de actividad la banda terrorista, ya ambas cosas a la vez. Y todo ello —y esa es la singularidad de la película— desde la óptica de los etarras arrepentidos y, en especial, de dos del comando que asesinó al marido de Maixabel.

La película es, en mi opinión, muy buena y, como toda buena obra del intelecto, es de las que hace reflexionar. Debo adelantarles que, como demócrata, desde siempre sentí un profundo desprecio, una gran indignación y enorme repugnancia por todo lo que significó la ETA. Y es que me resulta de todo punto incomprensible que se violente la libertad de otros seres humanos tratando de imponerles cualquier idea por la fuerza de las armas. No existe ninguna idea —insisto ninguna— que justifique su imposición por medio del asesinato y el terror. Los que creemos en la libre determinación de las personas, en su facultad de conformar su pensamiento y su visión de la vida de manera independiente sin estar sujetos a más limitaciones que las establecidas por las leyes democráticas, no podemos entender que haya liberticidas que traten de imponer su personal y particular manera de entender la vida mediante el asesinato y el terrorismo.

Yo nunca viví en el País Vasco, pero en aquellos años sí en Galicia, León y Madrid, y estaba razonablemente informado de la vileza con la que una parte de los ciudadanos de aquel lugar daban amparo y cobijo a los desalmados asesinos que segaban vidas de sus semejantes por el solo hecho de considerarlos objetivos de la supuesta lucha armada que estaban entablando contra España y los españoles. Y —lo que es peor aún— hostigaban a los familiares, que vivían allí, de los ciudadanos asesinados.

Con estas ideas, creo que claras y firmes, leí Los peces de la amargura y Patria, de Fernando Aramburu. Y debo confesar que tras su lectura aumentó mi desprecio por el mundo etarra y por el de todos los vascos que le prestaron apoyo cualquiera que fuera la razón por la que lo hicieran, fuese cuestión de ideología o simplemente miedo a no sufrir las consecuencias de aquel entorno envenenado.

Viene lo anterior a cuento para decirles cuál era mi predisposición cuando decidí ver Maixabel. Pues bien, por primera vez en mi vida, y sin que pueda explicar la razón que movió a hacerlo, fui anotando algunas frases que iban diciendo los personajes de la película y las reflexiones que me ésta suscitaba. Voy a reproducir a continuación esas frases antes de darles mi opinión sobre la obra cinematográfica.

La primera anotación que tengo es la impresión que obtuve de cómo se veían los presos etarras arrepentidos: “soldados que obedecían las órdenes de ETA a la que responsabilizaban de sus actuaciones”. La siguiente anotación es de una frase que le dice uno de los arrepentidos a otro, “me dio rabia haber creído a unos mediocres” (llamaba así a la dirección de la banda), refiriéndose expresamente a ETA como “puta organización”. Para explicar cómo actuaban los comandos, el arrepentido dice: “Nos llegaban unos datos y los cumplíamos”, cada comando tenía varios cometidos y para justificar por qué fue él quien disparó a Jáuregui dice: “Lo echábamos a suertes y me tocó a mi”. Y añade “Esa noche dormí. Estaba orgulloso y hecho un lío”. Y concluye: “Éramos como autómatas. Hoy no me soporto. Llevo siete años dentro toda una vida de mentiras”. Maixabel le dice al etarra: “Después de algo así ya no hay alegrías plenas en la vida”.

En ese momento de la película escribo: “Son verdugos de una banda que es una secta”. Y añado: “Ninguna ideología es suficiente para que los autómatas asesinos quiten la vida”. Una de las protagonistas expresa cierto optimismo por el rumbo que iban tomando las conversaciones con los etarras: “Han sido unos héroes, ahora si salen arrepentidos quizás les escuchen más a ellos que a nosotros”. Preguntado el etarra arrepentido sobre su ingreso en la banda dice: “Fuimos nosotros a llamar a la puerta de ETA, ellos no hicieron nada por captarnos. A los 14 años éramos admiradores de todos los movimientos guerrilleros del mundo. Cuando me detuvieron empecé a pensar en todo lo que había hecho. Ves los atentados y ni te afectan hasta que en un momento te das cuenta de que eres un monstruo”. La última anotación que tomé fue cuando la protagonista le dice al etarra arrepentido: “Yo prefiero ser la viuda de Juan Mari que tu madre”. Y él le responde: “Yo preferiría haber sido Juan Mari que su asesino”.

Más allá del juicio cinematográfico, y de la gran interpretación que hacen Blanca Portillo y Luis Tosar, la pregunta que cabe hacer es: ¿ha logrado la película mejorar en algo mi visión de ETA por el hecho de comprobar que había un número no desdeñable de etarras arrepentidos?

No creo que pueda discutirse que es mejor que haya habido arrepentidos que no hubiera habido ninguno. Pero ¿tenemos que perdonar las víctimas y el resto de la ciudadanía a los etarras arrepentidos? En mi artículo El arrepentimiento y el perdón, del pasado 13 de febrero, adelanté mi respuesta afirmativa siempre que hubiera habido petición previa de perdón. Pero ello no impide que muestre mi enojo ahora porque haya habido jóvenes que se dejaron manipular hasta el punto de no haber sabido valorar la extraordinaria importancia que tienen la libertad y la vida. Aunque mi indignación no es tanto con ellos como con los cabecillas manipuladores que estuvieron al frente de la banda.