La Opinión de A Coruña

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Marta Gándara

Una razón para quedarse

Los bancos de un juzgado son como los de una iglesia, pero sin hileras. Las salas tienen una fila central de bancos corridos, salvo el que está justo delante del juez, que se parte en dos. Supongo que un día alguien estaba colocando esos bancos y pensó que los oponentes de un juicio no querrían sentarse juntos y por eso dejó un pasillo de por medio.

Lo pensé cuando asistí como letrada a un juicio de divorcio, a los veintipocos. Cada cónyuge estaba sentado en uno de esos bancos separados por un pasillo, cada uno con su propio micrófono. Sin querer, los visualicé en ese momento del pasado en el que estaban haciendo justamente lo contrario, casarse. Pero en el pasado había un solo banco (siempre me parecieron muy pequeños los bancos donde se sientan los novios), también había un solo micrófono entonces. Como si la primera vez todas las cosas fueran para uno y la segunda vez todas para dos.

Sigo imaginándolo igual veinticinco años después, sigo creyendo que, en esos momentos, en esos bancos separados de cualquier juzgado, alguno de sus protagonistas piensa en silencio “tú y yo éramos nosotros antes de todo esto, dos titanes capaces de sujetar el mundo. En qué momento exacto se hizo un pasillo en aquel banco diminuto de terciopelo rojo.”

Decía Billy Wilder (La vida privada de Sherlock Holmes), que hay gente que vive en la misma ciudad, pero no en el mismo mundo. A veces basta con un juzgado, sobra con una casa de ochenta metros cuadrados. Supongo que si se transita mucho tiempo por esos mundos distintos acaba por desdibujarse el camino que siempre llevaba a las risas, a querer sentarse cuanto más apretados mejor.

Siempre recuerdo a mis suegros durmiendo en una cama de 90, aunque tenían en su casa otras más grandes. Y a mi suegra haciéndose hueco a culazos en el sofá, en el espacio inexistente que quedaba entre mi suegro y el reposabrazos. No importaban los centímetros vacíos que hubiera del otro lado del tresillo porque ella quería encajar justo ahí. Y lo hacía, claro y ni una sola vez escuché a mi suegro protestar. Ahora pienso que se sentaba pegado al reposabrazos a propósito, esperando que su Clarita encajara.

Leí en algún sitio que, en cualquier matrimonio que dure más de una semana existen cien motivos para marcharse, pero lo importante es si hay al menos uno para quedarse y si ese uno tiene algo que ver con el amor.

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