En Galicia los males están suficientemente descritos por los expertos: escasas oportunidades, muchas empresas pequeñas y menguante población activa. El envejecimiento y la falta de relevo generacional son una seria amenaza de futuro, entre otras. Pero también cuenta con no pocas fortalezas y ventajas, con recursos suficientes para el despegue, para construir en positivo, recobrar la confianza y generar optimismo. Y con proyectos esperanzadores para afrontar los retos transformadores de la nueva era verde, digital y moderna en la que estamos inmersos. Se han dado pasos adelante en esta dirección, pero queda mucho camino que recorrer para alcanzar el objetivo. La mitad de la población permanece inactiva, la transición energética y la crisis de suministros ponen cuesta arriba la resistencia de las empresas. No son datos contrapuestos de dos fenómenos distintos, sino circunstancias reales que conviven a la vez en estos momentos en una Galicia de enormes potencialidades y debilidades estructurales nunca corregidas. Hacia dónde se incline al final la balanza dependerá de cómo la Xunta y la sociedad gallega jueguen sus cartas.

Justo dos años después de la feroz irrupción del coronavirus, la caída de los contagios y la disminución de los casos graves invitan a pensar que la infección está controlada. Volvemos a disfrutar Carnavales como los de antes, la vida y sus citas habituales salen al paso. Si en lo más duro ya era urgente afrontar otra emergencia, la económica, ahora es cuestión de pura supervivencia para miles de empresas y puestos de trabajo. Una tarea de por sí hercúlea a la que viene a sumarse la incertidumbre y las dramáticas consecuencias de la guerra en Ucrania que hacen saltar todas las alarmas.

Vamos a tener todos que seguir haciendo un esfuerzo desmesurado para salir de esta. Parece que a cada intento de reconstrucción del sistema productivo siempre le acecha un golpe para tumbarlo. Las tentativas de diversificar el tejido con sociedades ajenas a los sectores clásicos frenaron en seco, tras unos inicios prometedores, con la losa de la Gran Recesión del 2008 y el hundimiento de la construcción, que lo paró todo. Sucesivas reconversiones no terminaron por asentar otro modelo productivo.

Empezaban a restañar las heridas de aquella catástrofe insospechada y sobrevino otra mayor, la pandemia. La Gran Reclusión hizo retroceder los indicadores a niveles de una contienda bélica. Vuelta a empezar la remontada desde muy atrás, con bastante sufrimiento, y de repente, no como aproximación estadística comparativa sino como un brutal zarpazo de crueldad, llegan las negras sombras de una guerra real desde Ucrania, sumiendo a Europa en el temor y la desesperanza, sembrando de oscuras incógnitas el panorama. Aún nadie puede precisar el alcance de su dolor y sus destrozos, pero ya son terribles. Y en un mundo donde nada de lo que ocurre en ninguna parte resulta indiferente, de una manera u otra Galicia también quedará afectada.

Algo enseñan estos años de ruptura de una época y alumbramiento de otra muy distinta: hay que estar preparados para lo impredecible y lo imprevisible. ¿Y eso cómo se consigue? Nunca esperando a la defensiva, colocándose la venda antes de la herida, pensando en anestesias con las que evadir las dificultades o improvisando mangueras para achicar el agua en vez de taponar rápido las vías. Siempre fortaleciendo de verdad la economía, asentándola desde los cimientos hasta el techo sobre terreno firme y con estructuras sólidas que la preparen para resistir los huracanes por mucha velocidad que alcancen. Nadie conoce de antemano dónde, cuándo y cuánto va soplar la próxima ráfaga.

Antes del estallido de la guerra en Ucrania, los principales organismos independientes nacionales e internacionales coincidían en que España sería el último país en salir de la crisis pandémica. El mercado laboral mejora, pero Galicia tiene casi la mitad de su población inactiva, solo por detrás de Asturias. Según el Instituto Galego de Estatística, la comunidad apenas ha recuperado el 57% del PIB perdido en la pandemia. Aunque su balance es algo mejor que el del conjunto de España (once puntos más), está 30 por debajo del conjunto de la UE. Si tomamos como barómetro el ranking autonómico, Galicia ocupa el decimotercer puesto en PIB recuperado durante 2021, muy lejos de comunidades como Aragón, Valencia o de otras sobreexpuestas al turismo como es el caso de Baleares. Si la pandemia ya era un motivo de alarma para dejar de sestear con España en el furgón de cola, el impacto del conflicto bélico lo agrava todavía mucho más.

Galicia tiene bastante que potenciar su pilar industrial en todos los sectores. El peso de la industria gallega consiguió en la última década escalar un 14% más que el peso de Galicia en el PIB español. Somos una comunidad autónoma industrial, aunque hay sectores y empresas en grave riesgo, esenciales para la supervivencia de las comarcas en las que están ubicadas. Urge buscarles alternativas serias y de futuro. Solo trabajando con denuedo por cambiar y por buscar salidas retornarán las certezas y las confianzas. No se puede concebir el futuro de Galicia sin mantener y crear nuevas industrias.

El Gobierno gallego tiene muchas asignaturas pendientes. Hay que hacer del territorio un escenario más atractivo para los inversores. Hay que imprimir máxima celeridad en la digitalización, la sostenibilidad y la innovación. Revitalizar el emprendimiento. Nunca bajar la guardia ante los retos decisivos. La ineficacia de los poderes públicos para sacar a Galicia del precipicio demográfico continúa. Falta relevo generacional y no existen ocupaciones para los jóvenes y las mujeres, grandes damnificados en las sucesivas tormentas. Y hay una brecha por delante para alcanzar la convergencia de la renta per cápita gallega con la media española.

En Galicia se constituyeron más sociedades que en el año previo a la pandemia y fue una de las tres únicas comunidades con saldo positivo entre las firmas atraídas de otros territorios y las que se fugaron. Las exportaciones crecen, tiran de la economía. Pero persisten en el contexto las trabas para que las empresas puedan sostenerse, con una luz disparatada, carburantes por los cielos y costosas urgencias verdes.

El alcance de los proyectos lanzados por Galicia para acceder a los multimillonarios fondos europeos para la transición energética será crucial. Aunque lo verdaderamente determinante serán los requisitos que fije Moncloa para distribuir esa ayuda y cómo decantará su reparto final, sin cartas marcadas de antemano. Sin acapararla en sus manos. Visto lo visto hasta ahora, no invita al optimismo. Tan importante como alumbrar iniciativas acordes con el nuevo modelo productivo que propugna Europa es mantener en pie un entramado industrial, sin agrandar sus daños estructurales. Proteger la actividad y alentar alternativas, que además del compromiso firme del conjunto de Galicia, reclaman concreción y claridad de quienes gobiernan. Aquí y en Madrid. La Xunta ha de ejercer sus competencias, decidir en la elección y fijación de las pautas de actuación. Evaluar las vulnerabilidades de la industria regional y prever sus efectos para encajarlas con plena operatividad en tiempos distintos. Al Gobierno central hay que pedirle que se esfuerce más por sintonizar con Galicia. No basta con buena disposición.

No caben actitudes contemplativas, hay que decantar la situación, cada uno en la medida de sus responsabilidades. Cada administración, en las responsabilidades que le tocan, sumando y no restando. Atrayendo empresas y población, renovando los sectores viejos y cautivando a los emergentes, fortaleciendo el territorio con ventajas logísticas y competitivas, suprimiendo los dopajes, abanderando el reto renovable desde una transición justa en un periodo energético que se presagia oscuro para el continente. Musculando, en suma, la economía para que lo positivo triunfe definitivamente librándose de una vez por todas de inoperancias, de la fuerza retrógrada de pesados y persistentes lastres. Poniendo el dedo en la llaga para aplicar el tratamiento adecuado con respuestas atinadas.