La Opinión de A Coruña

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Ánxel Vence

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Compartir el perro

Un matrimonio en vías de dejar de serlo ejercerá la custodia compartida de su perro, según el fallo pionero —o quizá ya no tanto— de un juzgado de España. Al igual que el hijo de la pareja en trance de divorcio, el can en cuestión va a beneficiarse del régimen semanal de visitas que corresponda a cada uno de los cónyuges.

No se trata de una novedad en sentido estricto. Hace ya algunos años que los jueces fijan calendarios de visita a las mascotas cuando una pareja se ve en la desagradable necesidad de salir cada cual por su lado. Parece lógico que en el reparto de bienes y afectos entren el perro, o el gato, o el periquito.

Lo noticioso de este último fallo es que la juez apela a la Ley de Bienestar Animal recién entrada en vigor, por la que se establece que los animales son seres dotados de sensibilidad que no deben recibir trato de meros objetos.

Siempre habrá quien encuentre excesiva esta definición, pero solo los muy insensibles o despistados podrían negar a estas alturas que los animales, en efecto, sienten. Incluso los toros que, para su desgracia, han sido excluidos de los beneficios de la ley.

Una ley que, en realidad, no ha hecho otra cosa que acomodarse a los hábitos ya existentes en la población. El número de canes excede en unos cientos de miles al de niños; y el de animales domésticos en general lo duplica. Las mascotas son desde hace tiempo parte de la familia; y, para no poca gente, su única familia.

Casi sin que lo advirtiésemos, España se ha convertido en un país levemente británico por la parte que toca a su trato con los animales. Años o más bien decenios atrás solíamos hacer bromas con la devoción que los ingleses profesaban entonces —y ahora— a la fauna. Ya no es así, por fortuna, desde que en una de cada dos casas españolas hay un perro, un gato o cualquier otro vertebrado de los llamados de compañía.

No es un amor barato, desde luego. Los españoles gastan más de mil millones de euros al año en ganarse la compañía de sus animales, lo que sitúa a este país en un nada desdeñable quinto puesto del ranking europeo. Cierto es que la cifra queda aún muy lejos de los 11.000 millones de libras que les cuesta a los británicos el mantenimiento anual de sus chuchos y felinos; pero en esto, como en todo, la veteranía es un grado.

Otra cosa es que estemos humanizando a los animales más próximos a nosotros en mayor medida de lo que parecería razonable. Este es, a fin de cuentas, un país extremado en el que se pasa de abandonar a los perros en las gasolineras o en los arcenes a llevarlos todas las semanas a la peluquería canina.

Ya se diseñan líneas de ropa para los canes, que también disponen de hoteles, gimnasios, parques de juego y funerarias a su medida. Contrasta esta feliz situación de la fauna doméstica con el abandono que a menudo sufren los ancianos y no pocas personas a las que la vida arrojó a la calle. De ahí que los más críticos con esta paradoja lleguen a pensar que, en vez de humanizar a los animales, sería bueno animalizar a los humanos. Cuando menos, en lo que a buen trato se refiere.

Algo se ha avanzado en este aspecto al equiparar, más o menos, a los niños con los perros dentro del régimen de visitas resultante de un divorcio. Sería cosa de seguir por ahí para evitarles a los toros la tortura pública a la que se los somete. Pero qué va.

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