La Opinión de A Coruña

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Juan Soto Ivars

¿Quién elige sobre qué piensas hoy?

Hace siete meses que entregué mis claves de Twitter a una amiga para que comparta allí mis artículos a cambio de un dinero. Lo primero que hizo fue cambiar mis contraseñas y el número de teléfono asociado a la cuenta, volando con ello los puentes que me hubieran permitido acceder en caso de desesperación. No anuncié a mis seguidores que daba este paso ni hice ningún discurso. Nada de palabrería yonqui del que jura que no vuelve a tocar las drogas. Sencillamente me las quité de encima. Y ahora que ha pasado el tiempo, tengo algunas cosas que decir.

Fueron mis amigos más cercanos los que me advirtieron de que me había contagiado de esa ferocidad cínica. Yo mismo lo notaba cuando entraba en trifulcas estériles con gente que no conozco de nada. El ambiente de psicopatía de las redes me lanzaba a tirar ataques y me exponía a recibirlos. Durante mucho tiempo creí que este era el precio por un servicio que te mantiene conectado con la actualidad. Me decía a mí mismo que para mi trabajo era esencial, más todavía cuando suelo escribir de las polémicas que arrancan allí con consecuencias devastadoras. Pero me estaba autoengañando como el hipnotizado que cree que es un pato y para demostrarlo agita los brazos y dice cuac cuac. El vicio sabe justificarse.

La primera sorpresa al salir fue que no tuve ese síndrome de abstinencia que sí había experimentado cuando me desconectaba “para descansar” conservando mis claves. Saberme fuera tuvo algún efecto en mis circuitos cerebrales, que buscaron otras vías para la recompensa de dopamina. Usé sustitutos algunas semanas (más Youtube, más videojuegos, más tabaco) hasta que empecé a notar que la necesidad de estímulos se iba atenuando. También noté que había dejado de utilizar el móvil. Si me lo olvidaba en casa, ya no sentía el impulso de volver corriendo a por él.

Pero no son estos detalles clínicos los que quería compartir con vosotros, sino el efecto que la desconexión ha tenido en el núcleo de mi libertad de pensamiento. Es ahí donde he notado un cambio más radical, y no por los motivos que había previsto cuando di el paso. No se trata de que hoy me sienta más libre para escribir según qué cosas, que también. No es solo que no temo a la respuesta gilipollas de los tuiteros porque he dejado de verlos y han dejado de existir. Es algo de corte más profundo, que me ha permitido descubrir un daño mayor que las redes me infligían y del que no era consciente. Las redes ya no deciden por mí sobre qué asuntos tengo que pensar.

Sobre la represión desatada en las redes, donde los mismos usuarios que disfrutan de la libertad son quienes con más rigor la restringen con la vigilancia y la presión de la horda, se ha escrito mucho. En las redes la gente tiene miedo de decir ciertas cosas, lo que puede hacernos suponer que la mayor amenaza alude al qué decir y qué pensar. Pero esto, que es cierto, oculta una presión más sistémica y estructural: la selección de los temas sobre los que opinamos. Hemos mirado mucho en la vara que castiga a los que se salen de un carril, pero no tanto el trazado de esos carriles.

¿Qué demonios me importa a mí, con perdón, la letra de la última canción de Rosalía? ¿A mí qué más me da que Sálvame haya echado a Paz Padilla? ¿Para qué diablos estoy perdiendo horas de sueño con esa serie que todo el mundo comenta, y que a alguna gente le parece lo mejor que se ha hecho jamás mientras que otros dicen que no vale la pena?

Las redes sociales amanecen cada día con una batería de asuntos urgentes que se elevan a la categoría de temas de interés por la presión de la masa y los algoritmos. Es el mismo efecto de la selección de agenda tradicional de los medios de comunicación, con la diferencia de que los medios, mal que bien, los eligen con cierto criterio.

La tiranía de las redes sociales radica en que te inducen a entrar en una conversación determinada. Sabes que nadie te hará caso si hablas de las golondrinas a no ser que logres deslizar golondrinas en el debate del día sobre la energía nuclear. Así que el dilema no es qué decir o qué pensar, sino sobre qué manifestarte o sobre qué terreno cavilar. La desconexión no solo te libra de la carga de insultos o elogios. Libera tu campo de visión, y lo abre.

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