Sin respiro, las preocupaciones se amontonan. Hace un año, ateniéndonos al barómetro del CIS, la pandemia era la cuestión que más intranquilizaba a los españoles, seguida de la polarización de la política y de la crisis desatada por el COVID. Con los datos de la encuesta de este mes en la mano, el orden de factores se ha invertido por completo. El virus no acaba de irse, aunque inquieta a pocos ahora mismo. La economía pasa a copar los desvelos de casi la mitad de la población, con el efecto multiplicador para el desasosiego que genera una conflagración de por medio en el Este de Europa. Nadie sufre tanto ni paga un precio tan alto por lo que está ocurriendo como los ucranianos. Por eso concitan tan cálido, masivo y generoso respaldo. Pero la guerra aquí empieza a ser llegar a fin de mes.

Finsa, la mayor maderera de Galicia, que paró hace casi una semana su producción por la falta de suministro, viene de presentar un expediente de regulación temporal de empleo para sus cuatro fábricas en la comunidad. No es la única, otras setenta empresas gallegas han presentado ya un ERTE, según datos de la Consellería de Emprego. Ningún sector está libre. Todos salen damnificados: desde el agroganadero y pesquero, a la siderurgia, el metal, los astilleros, la automoción, las conservas, la alimentación y bebidas, la construcción… Todos sufren; muchos han tenido que parar y con su inactividad arrastran a otros. Crecen las dificultades por la falta de materia prima. Muchas explotaciones ganaderas tuvieron que derramar miles de litros de leche al no acudir los camiones a recogerla. La flota también tuvo que amarrar. El efecto psicológico de los estantes vacíos en algunos supermercados acelera la ansiedad colectiva.

Esta es la radiografía de Galicia tras dos semanas de huelga en el transporte, un mes de guerra en Ucrania, medio año de inflación desbocada y un ejercicio de alocada subida del precio de la luz. El panorama no parece despejarse para la próxima semana, pese al respiro in extremis que ha supuesto el permiso europeo para que España y Portugal puedan aplicar medidas singulares para bajar la tarifa eléctrica, y a falta de conocer el plan que el presidente, Pedro Sánchez, prometió llevar este martes al Consejo de Ministros. Los convocantes del paro indefinido del transporte lo mantienen, a pesar del acuerdo firmado entre el Gobierno central y los negociadores del sector, una mesa a la que una parte de los camioneros no le reconoce capacidad alguna para actuar en su nombre.

Estamos ante una batalla compleja, de aristas delicadas, con operadores muy potentes y a la vez mayoría de autónomos, y fuertes discrepancias incluso entre los integrantes de un mismo colectivo patronal. El pacto del viernes, y con carácter más general la autorización de Bruselas, cambia ciertamente el escenario y coloca el foco sobre los trabajadores. Bastantes se dieron por satisfechos, descolgándose de la movilización, pero otros muchos no. Hasta ver el alcance de las medidas que anunciará el Gobierno resulta difícil hacer predicciones. Lo deseable, por el bien de todos, es que la situación pueda reconducirse y el sentido común impere.

Corremos riesgo serio de estrangulamiento, con colapsos en cadena, mientras asistimos a otra ceremonia de la confusión, un repertorio de volantazos parecido a cuando el virus comenzó a causar estragos. Nada resulta tan inquietante como la sensación de impotencia que denotan quienes están a los mandos para embridar las cosas cuando la situación se pone cuesta arriba. Transmiten poca confianza.

Por fin, aunque demasiado tarde, el Gobierno central concretó una propuesta y accedió a sentarse con la plataforma convocante de la huelga. Todas sus estrategias anteriores habían sido pésimas. Ideologizar el conflicto encima de falaz contribuyó a envenenarlo.

Ni todos los transportistas se han vuelto de derechas, ni puede tolerarse que unos ultramontanos campen a sus anchas para impedir con métodos violentos el trabajo a sus compañeros. Eludir responsabilidades intentando compartir la carga —acuérdense de la cogobernanza— y dilatar las soluciones al amparo de la UE fueron trucos de magia ya conocidos. No cuelan cuando acucian las angustias domésticas.

Las dificultades existen, nadie las puede negar, y vienen de lejos, por más que Putin las haya espoleado. La factura de la pandemia —supera los 1.500 millones en Galicia— engrosa el déficit y recalienta una deuda peligrosa. Cada punto de inflación —ya alcanza el 7,9%— aumenta en 1.500 millones el monto de las pensiones.

Revalorizaciones salariales para pescar en los caladeros votos como las aprobadas hace poco parecen inasumibles en el nuevo contexto, que devora de un plumazo el esfuerzo en protección social. De un cataclismo sanitario saltamos a una emergencia económica y acabaremos en un estallido de malestar sin un plan que implique sin partidismos a la mayoría real del país. Esta vez no valen los remiendos.

Cuando una idea sencilla y certera conecta con los sentimientos de miles de personas y los saca a flor de piel provoca efectos arrolladores. En 1992, Bill Clinton derrotó a un George Bush padre en esplendor denunciando las dificultades cotidianas. “Es la economía, estúpido”. Así sintetizó el mensaje uno de sus asesores con tanta fortuna que el lema acabó en los manuales y estudiándose en las facultades de ciencia política.

En la España y la Galicia de 2022, la madre de todas las batallas vuelve a ser también la economía. Los problemas del momento tendrán una raíz diferente, orígenes remotos y variedad de culpables, pero el arte del escapismo, la demonización del rival y el postureo ni los encubren, ni los reparan. Cuando el bolsillo de los ciudadanos empieza a sufrir, mal le va a ir a quien no quiera verlo.