La Opinión de A Coruña

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Begoña Peñamaría

El aire que nos queda

En este devenir de subidas abusivas y bajadas prometidas por las que todos estamos pasando, una se pregunta con frecuencia hasta dónde podrían llegar los incrementos de todos los suministros que precisamos para vivir, por el mero hecho de ser seres humanos —que no personas—.

En el año 2015 se introdujo en nuestro país un absurdo impuesto al sol, que finalmente y como era de esperar, fue derogado en 2018. Por medio de este, ciertos gobernantes pretendían cobrar un peaje traducido en impuestos, correspondiente a la electricidad producida por el sistema de autoconsumo solar del que cada cual gozase.

Al hilo de esa sinrazón y viendo el abrase de impuestos al que estamos siendo sometidos en los últimos meses, una se plantea de forma recurrente todos los escenarios posibles en los que a nuestros dirigentes se les podría encender la bombilla de una nueva forma de facturación.

Y entonces me doy cuenta de que respiro. Tengo suerte. Puedo llenar mis pulmones de aire —incluso a veces puro— y nadie controla de qué forma lo hago ni en qué medida. Soy libre…, o al menos me lo creo por un instante.

Hasta la fecha, a ningún mandatario se le ha ocurrido cobrar por respirar, por inhalar y exhalar ese oxígeno que estamos obligados a meternos entre pecho y espalda para poder continuar picando piedra. Una piedra metafórica que se traduce en el abono de impuestos para que esta sociedad con tendencia a la esclavitud de sus integrantes, siga viva y marcando más y más las diferencias entre pobres y ricos.

Porque los más acaudalados, que siempre son los más cercanos a los que tienen el poder para implantar nuevas ideas y costumbres, ya se ocuparían de sacar algún tipo de tajada de la ocurrencia, mientras que los más pobres, se privarían de comer por respirar, al igual que ahora encienden velas o se calientan con batas para no conectarse a una electricidad que debería ser un derecho tan elemental al llegar a este mundo como el de ser poseedor de un nombre.

Espero que los que juegan con nosotros como si de fichas de un tablero de ajedrez se tratase, se cuiden muy mucho de acariciar si quiera la idea que aquí expongo, básicamente porque habría una rebelión en toda regla que nos convertiría a todos —y a ellos los primeros—, en más pobres que las ratas.

Porque si se trata de ideas surrealistas para ganar dinero, el paso siguiente al impuesto de respiración, por supuesto medido y controlado por medio de un chip obligatorio y fabricado por algún amigo del poder; lo siguiente sería cobrarnos por horas de sueño, por hacer nuestras necesidades y hasta por calorías ingeridas.

Así que, señoras y señores, crucemos dedos para que se caigan de este mundo los iluminados y para que los que mandan sobre nosotros comprendan que es mejor para todos no forzar la máquina. Y es que la sociedad está agotada de los efectos psicológicos de la pandemia, las subidas de todo y la guerra que nos azota bajo amenaza.

Respiremos el aire que nos queda y, hagámoslo suplicando que nadie se quiera lucrar con ello, pero sobre todo, esperando ser justamente ayudados por unos gobernantes que más allá de fomentar el enriquecerse, deberían impulsar la protección de aquellos que les dieron el voto para que muchos de ellos puedan jugar a ser juez y parte.

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