Déjenme que les salude. Y, para eso, hoy extenderé la alfombra roja y les invito a pasar por ella antes de acomodarse en la sala y de que se apaguen las luces. Porque hoy les hablaré de cine. Sin ser en absoluto entendido en ello e interesándome el mismo solamente en cierto grado. Pero de lo que hablo hoy es del cine estadounidense y la violencia en él contenida. Y tal tema, sin duda, sí que me provoca una reflexión desde hace años que, si les parece, paso a compartir con ustedes.

El motivo, el hecho de que la poderosa y más que sobrevalorada industria cinematográfica estadounidense nos haya sorprendido estos días con un episodio violento, del que hablan todos los periódicos. ¿Pero piensan ustedes en serio que este es el núcleo duro de la cuestión de la violencia en relación con el cine de ese país? Porque es evidente que la bofetada de uno de sus más ínclitos representantes al conductor de la gala de los Óscar fue, como poco, una salida de pata de banco, pero reducir a eso toda la violencia que exporta Hollywood, o centrar en ello nuestra condena, cuando son miríada los ejemplos mucho más sangrantes de violencia gratuita y descomunal desde tal foro, me parece raro. Muy raro.

Y es que les confieso que llevo años pudiendo ver poco cine del gigante norteamericano. Tienen, no cabe duda, obras maestras. Irrepetibles. Hace un par de días, sin ir más lejos, pudimos volver a ver En el estanque dorado, una cinta que rezuma sensibilidad y que permitió en su día un acercamiento entre Henry Fonda y Jane Fonda, padre e hija, un tanto distanciados hasta entonces. Una historia bella como pocas, que incide en algunos de los problemas que hoy sigue teniendo nuestra sociedad. Una película antigua ya, pero de siempre. Un lujo.

Pero son habas contadas las propuestas en tal tesitura. Y, en cambio, son cientos las cintas que muestran lo peor de nosotros mismos, de la Humanidad, muchas veces a cuento de nada. Y es que creo que en la mayoría de las películas estadounidenses más conocidas, al margen de lo bueno y mucho más escondido de autores independientes, sobra presupuesto y falta guión. Un buen guión. Y, sin él, muchos hacen cine como podrían hacer rosquillas industriales. Saben bien, pero todo se parece demasiado. Y, además, está aderezado con colorantes, saborizantes y todo tipo de estabilizantes, para crear productos de consumo inmediato y poco más, derrochando violencia a manos llenas. Una violencia mucho más excesiva que la inoportuna, fuera de tono e injustificable bofetada de la Gala.

El cine es un vehículo maravilloso para educar. Para transmitir cualidades y valores. Para contar una realidad en la que no sea preciso inventar apocalipsis varios, sangre por doquier e historias donde se maltrata, menosprecia y destruye gratuitamente. A veces estará justificada, por la naturaleza de lo que se cuenta, cierta violencia. Pero otras se crean situaciones específicas donde la violencia es el origen y el fin de todas las cosas. Y eso, para mí, sobra. Y no me digan ustedes que Hollywood no se recrea especialmente en ello. Quiten ustedes ese ingrediente en su catálogo, y verán cómo merma su prolija producción. Porque si algo tiene como diferencial y distintivo la industria del cine estadounidense es su apuesta exagerada por tal violencia.

Por todo ello, reitero, me sorprende que cuando se habla de Hollywood y violencia nos quedemos con un comportamiento reprobable, pero puntual y casi anecdótico. Yo asocio a la industria del cine estadounidense con la violencia, pero por otras causas. Y, también, con falta de creatividad. De sensibilidad. Aunque haya muy honrosas excepciones, como en todo, y dentro de su importante volumen también tengan espacio para otro tipo de contenidos.