Cojo el Metro. Nadie mira. Todos los pasajeros, sin excepción, van con la vista fija en las pantallas de sus móviles. Por supuesto nadie lee un libro ni un periódico en papel y mucho menos esos carteles que con tan buena voluntad como ingenuidad algún organismo oficial ha pegado en los vagones y que reproducen fragmentos de libros de autores conocidos con la esperanza de que alguien los lea y se anime a seguir haciéndolo, previa búsqueda del libro en una librería o biblioteca, cuando termine su viaje.

Llego a la estación del tren. En este, como en el Metro, todos los pasajeros van con la vista fija en sus móviles o, excepcionalmente, en los monitores de televisión que proyectan una película sin sonido (este hay que oírlo poniéndose los auriculares) y ello a pesar de que el tren atraviesa Castilla, hermosamente verde por el cereal que nace en este inicio de la primavera. Los paisajes, los pueblos, las ciudades pasan detrás de las ventanillas sin que nadie desde el tren los mire. La realidad fuera de éste no existe y la de dentro tampoco. Solo la realidad virtual de los móviles y los ordenadores portátiles y demás aparatos tecnológicos, de los que la mayoría de los viajeros no levantan la vista salvo cuando el tren se detiene en una estación para comprobar que no es la suya.

En la de mi destino me espera un amigo fotógrafo. Vamos a hablar de fotografía y paisaje en una localidad próxima y en el viaje en coche hacia ella me pregunto qué sentido tiene hablar del paisaje a una sociedad abducida por la tecnología. Mi amigo fotógrafo, que se ha pasado la vida fotografiando paisajes (también personas, pero en el marco que les corresponde), me habla con entusiasmo de su trabajo, motivo de nuestra conversación en público, pero yo no puedo menos que recelar del sentido de ésta, pues soy más pesimista que él en cuanto a la capacidad de la sociedad actual, sobre todo la más joven, de interesarse por algo que no pueda ser visto en una pantalla. La fotografía es imagen, pero aún así queda lejos de la realidad virtual. Al lado de las pantallas omnipresentes de móviles y ordenadores, la fotografía no deja de ser un invento artesanal salvo cuando se hace también con ellos.

¿En qué momento la realidad virtual se ha impuesto a la de verdad hasta el punto de hacerla desaparecer prácticamente del todo de la vida de muchas personas? Durante la conversación en público con mi amigo fotógrafo esta pregunta me ronda continuamente en la cabeza, pues el paisaje y quienes lo habitamos es el tema recurrente en ella, así como la importancia que tiene en la conformación de nuestra sensibilidad estética y nuestra identidad, ¿cómo pueden ser estas sin el soporte de la naturaleza, de esos paisajes conformadores de la mirada y de la educación estética, sustituidos hoy para mucha gente por los que nos aportan los distintos artilugios tecnológicos, desde la televisión a la pantalla del ordenador o el móvil? Convertidos en zombies tecnológicos, en autómatas abstraídos en la realidad virtual que hoy sustituye a la que nos rodea, muchos viven sin saber de esta más que lo que les cuenta de ella su ordenador o su móvil, en especial todos esos jóvenes con los que a mi regreso a Madrid vuelvo a compartir el Metro y que viajan en él como si fueran en un avión, en mitad de un mundo etéreo e inexistente, puesto que el real parece haber desaparecido de sus vidas el primer día que les sentaron frente a la televisión.