Con cierta frecuencia se informa en los medios de comunicación sobre la concesión de honores a ciudadanos por su destacada trayectoria o porque han llevado a cabo una acción ejemplar. Hasta hace unos años era, en cambio, muy poco frecuente que se publicasen noticias sobre lo contrario: la revocación de galardones ya concedidos. Lo cual era debido, entre otras razones, a que había una importante tarea por hacer y se prefería construir el futuro antes que ajustar cuentas con el pasado.

Desde la publicación de la Ley de la Memoria Histórica, a finales de 2007, hemos entrado en una política revisionista que se ha traducido, en lo que ahora me interesa destacar, en una especie de reconsideración histórica sobre la base de una nueva valoración de los acontecimientos del pasado. Los héroes de antaño han sido desplazados de sus tronos de honor y han sido sustituidos por otros que entonces no tenían esa consideración.

Junto a este revisionismo histórico, ocurre, aunque de vez en cuando, que ciertos galardones concedidos hace tiempo a determinados ciudadanos les son retirados por actuaciones suyas posteriores que son merecedoras supuestamente de reproches incompatibles con la dignidad recibida.

Esto es lo que acaba de suceder, por fijarnos en lo más reciente, con la Asociación Víctimas del Terrorismo (AVT) que ha decidido retirar al actual ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, la medalla de honor que le concedió a finales de 2017 por su labor como magistrado de la Audiencia Nacional contra el terrorismo de ETA. El hecho de que en apenas cuatro años los miembros de la Asociación lo tacharan públicamente de traidor por su política como ministro del Interior con los presos de ETA, pidiendo su dimisión, fue suficiente para que los dirigentes de la citada Asociación decidieran desposeerlo de tal dignidad. Y es que los otorgantes del galardón sostienen que “no todo vale por un sillón en La Moncloa”; e incluso temen fundadamente que las cosas vayan más allá y que los presos acaben quedando libres.

Algo muy parecido ha sucedido también el pasado martes en el Ayuntamiento de Madrid que acordó retirar la Llave de Oro de la ciudad al presidente de Rusia Vladimir Putin que le había sido entregada en 2006 por su apoyo en aquel momento al pueblo de Madrid tras los atentados del 11 de marzo. Su reciente y totalitaria decisión de invadir Ucrania es una afrenta suficiente para ello.

Como indicaba con anterioridad, la concesión de un honor suele ser un acto excepcional con el que se premia una actuación puntual o una trayectoria ejemplar de alguien que suele salirse de lo normalmente exigible y esperable de un ciudadano notablemente virtuoso. Por tal razón, el acto mismo de la concesión del honor y el de su entrega al galardonado, suelen destacarse convenientemente para que sirva de reconocimiento púbico ante la ciudadanía.

Como es lógico, en toda concesión de un honor suelen valorarse cuidadosamente los méritos del galardonado, de suerte que, cuanto más certera sea su ponderación, mayor será el acierto al otorgar el premio. Desde luego, para atinar al atribuir una distinción, es imprescindible que el honrado tenga méritos indiscutibles. Cuanto más relevantes y menos cuestionables sean sus merecimientos, más fácil será equivocarse al concederle el premio. Y lo contrario, si son escasas sus virtudes, no solo no acertarán quienes conceden el galardón, sino que su discutible actuación acabará por desprestigiarlo.

Por lo general, cuando se reciben los honores los galardonados piensan que van a ser para siempre. Es extrañísimo que un condecorado llegue a pensar que lo que se acaba de otorgar pueda llegar un día a ser retirado. Pero vemos que esto sucede y cada vez con más frecuencia, lo cual invita a preguntarse sobre si los galardones, una vez concedidos, pueden ser o no retirados. Regirá la normativa de cada galardón y, aunque no suele suceder con frecuencia, los honores pueden ser retirados, influyendo en su revocación las motivaciones de su concesión, el carácter del premio y, cada vez en más medida, una conducta posterior del premiado.

Lo primero puede suceder cuando pesan menos los méritos del galardonado que las motivaciones interesadas de quienes le atribuyeron la prerrogativa. Esto es lo que ocurre cuando el premiado tenía poder, ya sea político o financiero. En tal caso, el puesto que ocupaba fue la razón principal para otorgarle la distinción: los demás méritos importaban menos porque lo que se buscaba eran sus favores. Y es que dada la debilísima resistencia que opone el ser humano al halago y la lisonja, la concesión de un honor está entre las principales armas para mover la voluntad de los poderosos a favor de los aduladores.

Lo segundo ocurre cuando el premio tiene un carácter esencialmente político. Y es que en el ámbito de la política hay algunas distinciones que ya desde el principio son sumamente discutibles. Así sucede cuando había otros candidatos con muchos más méritos objetivos y, además, los del elegido son escasos.

Las cosas se complican cuando surgen acontecimientos posteriores (generalmente cambios de signo político), que afectan al premiado y para los nuevos inquilinos del poder surgen dudas sobre el merecimiento del galardón. En estos casos, si el galardonado ya ha abandonado el cargo, serán muy pocos los que defiendan que se mantenga el honor. Seguramente pensarán que, si es a ellos a los que más se ve al exigir la restitución, los demás podrían llegar a dudar de si ciertamente eran ellos los que más aplaudían en el momento de la entrega. A esto se refiere el proverbio español que dice “el que hoy te compra con su adulación mañana te venderá con su traición”.

En todo caso, nadie mejor que uno mismo para valorar sus propios méritos y si eran o no merecedores del galardón. Lo que parece muy discutible es que alguien busque afanosamente un premio, que se lo den y que en el acto de entrega emplee la falsa modestia de decir que el premio es inmerecido.