Buen día, amigos y amigas. O malo, según se mire. Porque no creo que las cosas pinten bien, por ejemplo, en los territorios masacrados, devastados y arrasados por la guerra. Por todas las guerras y conflictos, por supuesto. Y, en particular, por aquella que hoy llama a nuestra puerta, tan abominablemente cerca, y que llena las crónicas de imágenes verdaderamente truculentas y fuera de cualquier justificación cabal. Pero no se engañen, las guerras siempre son iguales. En ellas pierden los más vulnerables, los más débiles, que ven sus vidas destrozadas y desmembradas, ajenos al pulso de aquellos que las impulsan. Así era en el pasado y así sigue siendo, en una espiral imparable de codicia, más allá de la cordura y de cualquier principio elemental que nos pueda dignificar como especie. Porque las guerras, acuérdense de mi admirado profesor Oliveres, tienen que ver siempre con el dinero.

Hace muchos años, en los albores del derecho a la constitucional objeción de conciencia en España, plasmé mi visión de la guerra y de lo que para mí representaba en unos treinta folios. Fue lo que entonces envié al entonces recién creado Consejo Nacional de Objeción de Conciencia para plantear mi rechazo a realizar el servicio militar, solicitando el reconocimiento al trabajo intenso en el campo social que llevaba años realizando. Luego las cosas se simplificaron, pero entonces era necesario justificar, de forma individualizada, por qué uno no se veía en aquel mundo marcial. Ha pasado algún tiempo desde entonces, claro, y hoy nuestros jóvenes son bien ajenos a aquel período obligatorio, que suponía un bautismo de armas. Pero existía, sí, y yo me hubiese sentido como un pulpo en un garaje si tuviese que haberlo vivido.

Hay filósofos que, desde los tiempos más remotos, se han preguntado por la etiología de la guerra. Y algunos, resignados, han concluido que su germen está en la propia naturaleza humana. Yo discrepo, porque una cosa es el conflicto espontáneo y en caliente, que bien pudo enfrentar ya a dos homínidos luchando por el mismo trozo de alimento, pero otra la sofisticación, la premeditación y la enorme violencia implícita en la planificación de cada acto de guerra, que la eleva a la categoría de mucho más que un sentimiento innato. No, para mí la guerra es hoy un completo nicho de mercado, una actividad para la que existe una nutrida industria que, además, proporciona pingües beneficios a sus accionistas y que mueve hilos, en la sombra o con luz y taquígrafos, con el fin de generar situaciones que le convengan.

La guerra no es algo quirúrgico, aséptico y que extirpa problemas. La guerra, sobre todo, los crea. Y, si no, recuerden ustedes el avispero de Iraq, el de Afganistán o el de Vietnam, o las soluciones salomónicas ensayadas en África después de la etapa colonial, que lejos de generar paz originaron más división, sufrimiento y muerte. Y es que pocas guerras fueron la solución ideal para parar los pies a un monstruo al que, como último recurso, solamente se le podía responder con su propia medicina. Adolf Hitler y su macabro holocausto y afán imperialista puede ser un buen ejemplo de ello, en una Alemania entonces o desnortada o que miraba para otro lado. ¿Es la situación actual, con Putin en el papel principal, un remedo de aquello? Bueno, algunos lo han deslizado de una forma más o menos sutil. A mí, les aseguro, me faltan muchos datos todavía para categorizar la situación actual de tal guisa. Pero, antes o después, estoy seguro de que la Historia pondrá a cada uno en su lugar.

Para violar, matar, desmembrar o aplastar a alguien con un tanque hay que tener estómago. Mucho estómago y poca cabeza. O eso, o mucho miedo, terror que lleve a uno realizar sistemáticamente acciones fuera de toda lógica y dignidad. Para mí es inconcebible que personas de bien, sencillas y mucho más parecidas entre sí —independientemente de su nacionalidad y del bando donde les haya colocado la contienda— de lo que cuenta siempre la propaganda, lo hagan. Inconcebible, sí. Porque lo siento por los ultrapatriotas de todo signo, pero para mí una simple vida humana vale mucho más que cualquier patria, concepto pobre que se difumina de forma directamente proporcional a la distancia que uno sea capaz de adquirir sobre tal tipo de cuitas. Recuerden a Carl Sagan, y su comentario sobre aquel punto minúsculo en medio de la nada... Sí, aquella miseria era nuestro planeta, y en él —por pequeño que se nos antoje en la sublime fotografía sobre la que reflexionaba— hemos construido nuestras artificiales fronteras. Las físicas y, también, las mentales. Esas que justifican tantas veces el conflicto de cara a la galería, pero que siempre esconden los intereses de cuatro por seguir coleccionando poder y amasando riqueza, en una espiral fuera de control en la que jamás encuentran satisfacción suficiente.

En las fosas comunes, en depósitos improvisados de cadáveres apilados y en las cunetas se encuentra la versión más cruel de la guerra, que nos lleva a lo peor de la especie humana. Sucede hoy en Mariúpol o en otros infiernos a lo largo y ancho del globo, por ejemplo ocurrió en los noventa en Ruanda o en los territorios de la antigua Yugoslavia, y también mucho antes, en la España de nuestros padres y abuelos. ¿Nunca aprenderemos a resolver los conflictos de otra manera? ¿A arbitrar mecanismos para que la barbarie no se imponga? Creo que ahí, en la guerra, su motivación y su desarrollo, está uno de los principales talones de Aquiles de la especie humana. Aunque se haya vendido siempre, mucho más, la capacidad de la misma de resurgir de las cenizas cual Ave Fénix, con galones de heroicidad y de valentía. No. La guerra es miseria, es destrucción, es muerte gratuita y es dejación de cualquier valor que nos pueda dignificar como especie. ¿Hasta cuándo?