La Opinión de A Coruña

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Miqui Otero

Violines y guerras

Estamos viendo con el ceño fruncido las noticias de bombardeos y tanques, cuando el mayor (4 años) aparece en el salón caminando como un pingüino sonámbulo. Después de encaramarse al sofá, dice: “¿Qué pasa?”. Nosotros, obviamente, contestamos: “Nada”. Él, tocado de repente por la responsabilidad de abrirnos los ojos, procede a explicarnos la invasión de Ucrania.

No es que haya visto un especial de Peppa Pig sobre conflictos bélicos y geopolítica. La razón es más sencilla, más dolorosa, más útil y necesaria también. Horas atrás, una compañera de su clase de parvulitos ha levantado la mano y ha explicado qué sucede allí, mostrando su angustia, pero también su perplejidad: “¿Por qué, teniendo un país, quiere otro?”. La niña tiene una madre ucraniana, así que tras esa exposición en esa aula de pequeñas sillas de enea y pósteres de garabatos multicolores late el dolor con el que todo esto se vive en su casa.

La madre en cuestión es Natalia Borysyuk, nacida en una ciudad de 70.000 habitantes en la frontera con Bielorrusia y Polonia. Es una de esas mujeres de coleta alta, con una cara tan nítida como sus ideas y como la forma en que las expresa: de forma muy articulada y en un catalán que deja el mío en sucedáneo acartonado.

Ha pasado más de un mes desde esa escena y ahora ella, junto a su marido, han organizado un concierto en el Palau de la Música, para recaudar fondos, visibilizar el conflicto y ofrecer consuelo. Su marido es Melani Mestres. Es pianista, compositor y director de orquesta y fue eso lo que lo condujo a Ucrania. Allí dirigió la Orquesta Sinfónica de Lviv, donde Natalia era el primer violín. Juntos han impulsado esta iniciativa: un concierto al que se han sumado tres orquestas y más de 200 voces, entre coros catalanes, ucranianos afincados aquí e incluso refugiados recién llegados.

El recital, que luego visitará otras localidades, se centrará en el Réquiem de Mozart, así que tendrá una doble carga: emocional (por lo que supondrá esa catarsis colectiva) y simbólica (la pieza se estrenó póstumamente en 1839 en Lviv, precisamente, donde el director y la violinista se conocieron).

Hay quien dice que no se puede decir nada inteligente después de una masacre (Vonnegut) y quien pone en duda si se puede cultivar la poesía después del Holocausto (Adorno), pero el caso es que incluso cuando no se puede hacer nada, algo hay que hacer. También algo que decir, cuando no hay palabras.

Una de las vocaciones del concierto es que no se deje de hablar del tema. En la zona de Natalia, los misiles silban, las sirenas de alarma ululan, los colegios se reconvierten en albergues. Su madre salió del país a través de la frontera polaca. Hoy vive con ellos. Cada día es el mismo día. No hay forma de trocear el duelo, la rabia y la incertidumbre. Las pantallas parpadean y las alertas pitan día o noche. Hay que seguir preparando el desayuno, trabajando, celebrando cumpleaños infantiles. Pero, por mucho que se intente mentir, es imposible engañarse. Así que, mientras la tensión informativa sobre el conflicto dibuja picos y valles, la tensión en casas como la de Natalia es un 8.000 de angustia.

Tienen Melani y Natalia amigos que vivían en Europa que ahora se plantean volver al país para coger las armas y defender el territorio. Amigas que han huido con sus pequeños y sienten cargo de conciencia. Conversaciones para organizar envíos de pañales y leche en polvo que se anulan de repente ante el aviso de que en tal pueblo, en fin, ya no quedan niños a los que ayudar.

Hablo con Melani y con Natalia y, pese a una dignidad estoica y cultural, los ojos, claro, se encharcan. Cuando se referencian las desgracias y cuando se intenta entender la reacción europea y cuando se desentrañan los motivos de todo esto. Charlamos con las imágenes de Bucha aún calientes. Les preocupa sobre todo la frialdad. Que desaparezca. Somos impacientes. Creemos que la historia está dominada por la dinámica de Twitter o de serie de Netflix. Cuando erupcionó el volcán de La Palma, los canales de televisión lo mantenían ahí en un cuadradito, como una lámpara de lava en una mesilla, esperando a que la lava llegara al mar. Y no llegaba. Claro. La naturaleza, y la verdadera naturaleza del hombre histórico y sus tragedias, no atiende a esas nuevas velocidades.

Un día mi abuelo me dijo, en una aldea la mar de pacífica y sin venir a cuento, mientras liaba un pitillo de picadura: “Las guerras, como los cuentos, en realidad nunca acaban. Lo que pasa es que la gente se cansa de contarlas”.

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