La pasada semana hemos visto errores que costaron vidas. Un menor asesinado por su padre. Hoy estaría vivo de haberse consultado en un juzgado civil que había una sentencia que impedía las visitas entre padre e hijo, porque era un caso de violencia de género. También conocimos a Erika, una menor de 14 años asesinada por su vecino, que antes ya había acosado a otras menores, aunque quedó absuelto. También supimos de un agresor en Jerez, que casi mata de una paliza de horas a su pareja, una menor, aunque el forense diga que son heridas “leves”. Cuando fue detenido quedó libre. Tenía antecedentes de maltrato con otra pareja y la actual, por miedo, lleva días sin salir mientras espera que él sea de nuevo detenido.
En estos casos había antecedentes o denuncias, pero nada protegió a las víctimas. Y cuando ya nada tiene remedio es raro ver ceses o asumir responsabilidades. Incluso en el caso del menor asesinado, la Justicia emitió un comunicado donde se atrevieron a dejar caer responsabilidades en la madre. Y ya sabemos qué ocurre a algunas madres, que sufrieron violencia de género, cuando quieren proteger a sus hijos frente al régimen de visitas.
Salvar vidas
Nadie asume salvo que las propias víctimas, en su duelo, saquen fuerzas para denunciar a las instituciones. Esta semana, el Tribunal Supremo confirmó la sanción a la jueza que ordenó detener ilegalmente a Sara B. B., y que fue determinante para que ella, aún a día de hoy, no pueda estar con sus hijas. Antes, el Tribunal Constitucional reconoció que se vulneró el derecho de Sara a la tutela judicial efectiva, cuando fue detenida de forma ilegal y cacheada y humillada con un desnudo integral e innecesario.
Estaría bien que de una vez la Justicia fuera menos corporativista si quiere generar confianza en ella. Que asuma sus errores. Las leyes, a veces, van por detrás. Pero, en otras, lo que falla es la diligencia o, en otras, la formación. Y eso no depende de los recursos disponibles, sino de asumir que se trata de salvar vidas.
