La Opinión de A Coruña

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Daniel Capó

Para desgracia nuestra

A Sergey Karaganov, asesor de Putin, se le ha llamado en ocasiones el Kissinger ruso por la amplitud de su mirada, que parece no pensar en meses ni en años, sino en décadas, y quién sabe si no en siglos. Las exageraciones gustan a los políticos, pero no necesariamente a sus hombres en la sombra. Karaganov mantuvo una inquietante conversación hace unos días con el político portugués Bruno Maçaes, que se publicó en la revista The New Statesman. “Rusia —declaró— no puede permitirse una derrota, por lo que obtendremos algún tipo de victoria”. Karaganov no es un ingenuo y sabe que, llegados a este punto, todos (con la excepción de China) hemos sido derrotados. Asistimos al final de un periodo de setenta años —en el que hemos vivido la mayoría de nosotros—, con sus normas y sus equilibrios, sus premisas y sus estructuras; como también asistimos al final de la globalización económica en los términos en que se ha desarrollado desde la caída del Muro. Ucrania ha perdido —asegura—, Rusia también, Europa mucho más y los Estados Unidos quizás algo. China, en cambio, ha ganado, precisamente porque el debilitamiento de Occidente en su conjunto agranda la fuerza de un poder en ascenso. Karaganov ni siquiera descarta que, en las próximas décadas, la democracia liberal en la Unión Europea no sobreviva porque, “sometida a las actuales circunstancias de alta tensión, […] se disuelve o se convierte en una autocracia. Estos cambios son inevitables”. ¿Lo son? Cabe pensar que todo depende de la magnitud del desafío, de su duración, y de la calidad y vigor de nuestra respuesta.

Para un experto en el manejo de las crisis como Ronald Heifetz, nos situaríamos ante lo que se puede denominar un “desafío de tipo adaptativo”, que no admite soluciones técnicas. No se trata ya de subir o bajar unas décimas los impuestos, o de reformar más o menos a fondo una institución o un código legal. “Por usar una analogía médica —explica Heifetz—, los problemas técnicos son aquellos que una enfermera o un médico pueden solucionar fácilmente con una cirugía o con medicamentos. En cambio, un desafío adaptativo exige un cambio en la actitud, los valores y el comportamiento de la gente”.

Por supuesto, resulta mucho más fácil enunciar todo esto que llevarlo a cabo; pero, en nuestro caso, aquí y ahora, ni siquiera sabemos muy bien cómo cambiar ni hacia dónde. ¿Cambiar consiste en hipermoralizar nuestras relaciones, dar la espalda a la energía fósil, eliminar la propiedad privada, reducir los ámbitos de libertad o, por el contrario, en incrementarlos? ¿Se exige más nación o más cosmopolitismo, más democracia liberal o el problema fundacional de nuestras sociedades es el éxito de la democracia liberal? ¿Se necesita más tecnocracia —a la manera china— o menos?

Karaganov nos habla de una época de cambios radicales, en la que —como nacionalista ruso— desea que Rusia pueda sobrevivir. Pero se diría que tampoco él dispone de soluciones mágicas para encarar esta nueva era, en la que parece primar la tecnología y, sobre todo, el preocupante uso que el poder hace de ella. Vuelve la voluntad de poder y la violencia explícita que se le asocia. Lo cual tiene poco que ver con las virtudes democráticas. Para desgracia nuestra.

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