La Opinión de A Coruña

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Salinas

Sobrepensar no es divino

Creer en lo divino, en un creador superior, es tan antiguo como la propia humanidad. Cuando el homos sapiens comenzó a alejarse definitivamente de sus ancestros empezó también a hacerse preguntas sobre la forma en la que las cosas estaban creadas, porque, por aquel entonces, todo era mágico, faltaba el sustrato científico que le diera una explicación sensata, sosegada y fundada a cómo funciona el mundo y la naturaleza. El caso es que estos días, y pese al sedimento de la ciencia, vuelven a verse imágenes de devotos que pasean las imágenes pertenecientes a la religión católica por las calles. Porque las creencias religiosas —ahora ya universalizando y no particularizando— siguen estando muy imbricadas en la sociedad, en el lenguaje del día a día, en las conversaciones, incluso en los gestos, tanto si uno es creyente como si no. Al final, lo de creer es lo de menos.

Hace cuatro años un grupo de psicólogos americanos, encabezados por Brett Mercier, publicaron un interesante trabajo sobre las causas por las que la población sigue creyendo en seres superiores, en lugar de tender hacia la igualdad. Lo interesante de su estudio es que utilizaron una metodología propia de la teoría de la evolución para aproximarse a sus conclusiones. Para entendernos, en este tipo de casos suele delimitarse una causa final (que permite que un determinado comportamiento, en este caso que las creencias religiosas pervivan a lo largo del tiempo), y una causa próxima (que son aquellas que en el momento actual permiten que la conducta resista al paso del tiempo). Con esos condicionantes, y empezando por el final, encontraron que las personas más analíticas —las que tenían tendencia a sobrepensarlo todo— eran también las menos creyentes, lo que en una sociedad que tiende a darle demasiadas vueltas a todo no prevé una elevada supervivencia para las diferentes religiones. Sin embargo, aquellos que tienen una inteligencia más emocional, tienden también a ser más creyentes.

¿Entonces? Pues Mercier asegura que hay un par de razones más poderosas, una es la motivacional. Creer en un ser superior ayuda a crear sentimientos positivos para el autoestima y ofrece al creyente una posibilidad de tener explicaciones y así cierto control sobre lo aún desconocido para algunos. La otra es la cuestión social. Las comunidades creyentes tienden hacia la autoalimentación, a atraer a nuevos creyentes hacia sus redes. Sin embargo, también recoge este autor que ambas razones van en retroceso, especialmente, en aquellas sociedades más desarrolladas. Aunque hay un hilo para la esperanza de los fervientes creyentes, las personas que suelen vivir solas o aisladas tienen a ser más propensos en creer en Dios. Muy probablemente para no sentirse tan solos. Cada vez hay más hogares de un único miembro.

Otra investigación, desarrollada casi al mismo tiempo que la de Mercier, analizó los rasgos de personalidad que suelen tener las personas con creencias religiosas. Antes, un pequeño inciso, a la hora de estudiar las personalidad —desde un punto de vista psicológico— suelen tenerse en cuenta cinco dimensiones diferentes: el neuroticismo, la escrupulosidad, la amabilidad y la apertura a nuevas experiencias, es sobre esas bases sobre la que la psicóloga Theresa Entringer desarrolló su trabajo. Los creyentes, según sus conclusiones, se perciben a sí mismo como más amables y compasivas que los demás, también suelen verse como más entusiastas y enérgicas (lo que está relacionado con emociones positivas), o como más autodisciplinados, más altruista o más metódicos que el resto de la población. Todas son autopercepciones que tienen a ponerse a estas personas por encima del resto de la sociedad.

El único problema que hay es que estas calificaciones no son exclusivas de los creyentes. También aquellas que, por ejemplo, practican de forma habitual la meditación o están muy involucradas en prácticas como el yoga tienen un perfil de personalidad muy similar, sin tener que creer en nada. Son los, a veces, llamados de forma despectiva “espirituales”. En eso ha incidido otro investigador, Hansong Zang, que encontró que tanto unos como otros (los religiosos como los espirituales) suelen estar más satisfechos con su vida que el resto de la población y que no encaja en ninguna de estas dos categorías. Quizás, y solo probablemente, porque ambos por igual suelen tender a no sobrepensar demasiado.

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