Se me revuelven las tripas al leer artículos sobre héroes que se mantienen firmes ante los ataques de los obuses y los tanques enemigos, cuando veo titulares que aluden a la épica de los resistentes o a las tácticas de los invasores, reportajes sobre los diferentes arsenales de unos y otros: veinte vehículos de infantería, diez lanzamisiles, quince cazas… como si se tratase de una partida de Risk, cuando escucho palabras como operación, conflicto, táctica, estrategia, asalto terrestre, control aéreo. Me asquea el prestigio nauseabundo que todavía hoy tiene la guerra, esa especie de pátina de honorabilidad que antes le proporcionaban los libros de historia, el machismo imperante, los gobiernos despóticos y los demócratas, cierto romanticismo imbécil… y que, a pesar del paso de los años y los siglos, se perpetúa en esta actualidad nuestra que creíamos a salvo del desvarío de esos viejos señorones de la guerra, criminales empeñados en enviar al matadero a jóvenes a menudo trastornados o enfebrecidos por sus soflamas, cuando no forzados por decreto.

Hoy que el romanticismo, el de verdad, es ya un viejo cadáver; hoy que muchos libros cuentan la historia sin épica ni retórica militarista; hoy que estamos tan preocupados por nuestra alimentación, por el cuidado del medioambiente, incluso por el bienestar animal; hoy que somos tan geniales e inclusivos y diversos y tolerantes, tan feministas todos; hoy que creíamos que las guerras eran una cosa lejana, propia de países poco menos que atrasados y enquistados en afrentas tribales y religiosas. Hoy regresa con fuerza renovada aquella inveterada fe en los ejércitos y en los líderes patrioteros, ignorantes y belicistas (y pleonásticos, por tanto). Fe en las armas y, claro, en la cotización de las acciones de la industria militar, fe en las comisiones a fuerza de cadáveres y destrucción (en España, con la pandemia, ya se abrió la veda para esos carroñeros repulsivos).

Qué oportuna ha sido la reedición en estos momentos de la primera novela de Mathias Enard, La perfección del tiro, una narración trepidante sobre la brutalidad sin sentido de una mente modelada y constreñida por la guerra. Una historia universal sobre ese despropósito irracional que nada tiene de heroico ni de honorable ni de inteligente, que no es más que embrutecimiento y carnicería. Salvajes uniformados arrasando con todo, violando y asesinando y destrozándole la vida a millones de personas. La guerra no es más que un delirio sádico y egocéntrico, megalómano y económico. Es normal que, si quieren matarte, te defiendas, resistas, huyas. No hay nada glorioso en ello, pura desesperación. Idealizar la guerra es novelería, entretenimiento para muy lejanas generaciones. También es una forma de manipulación por parte de quienes siempre se benefician de la muerte y la miseria de los demás, los mismos de siempre: dirigentes populistas y maníacos, patriotas abanderados, empresarios sin escrúpulos, como esos de los yates y los Rólex, y los muy famosos inversores que mueven el mundo. No hay nobleza en la guerra, solo tripas y sesos reventados. ¡Déjennos en paz!