Cuando acudí al Diccionario de la RAE, según tengo por costumbre, para ver los significados que contenía sobre la palabra “decencia” me llevé, como en alguna ocasión anterior, una decepción. Contenía las tres siguientes acepciones: “1.f. Aseo, compostura y adorno correspondiente a cada persona o cosa. 2.f. Recato, honestidad, modestia. 3.f. Dignidad en los actos y en las palabras, conforme al estado o calidad de las personas”.

Pues bien, en mi modesta opinión, ninguna de ellas por separado, ni las tres en su conjunto, fijan con la requerida precisión y la conveniente complitud lo que suele entenderse por esta palabra. Por eso, acudí al Diccionario de español de Oxford Languages. Y figuraban las dos significaciones que me esperaba: “1. Observación de las normas morales socialmente establecidas y las buenas costumbres, en especial en el aspecto sexual. “¡aquí no hay respeto ni decencia, eso es lo que pasa!” 2. Honradez y rectitud que impide cometer actos delictivos, ilícitos o moralmente reprobables. “Un político debe conservar por encima de todo su decencia”.

En las líneas que siguen utilizo la palabra “decencia” en la segunda acepción del Diccionario de Oxford; esto es: “Honradez y rectitud que impide cometer actos delictivos, ilícitos o moralmente reprobables”.

A poco que observemos con cierta atención la sociedad en la que vivimos, llegaremos a la conclusión de que la decencia o ha desaparecido de la escala de valores de la ciudadanía o ha descendido a los últimos puestos.

Antonio Álvarez-Solís ha escrito que “la decencia ha sido un término que hasta hace poco ha formado parte muy liviana de un vocabulario mundano e irrelevante”. A mí me interesa más la decencia-valor que la decencia-palabra y, aceptado el poco peso que tiene la decencia como palabra y que ello es consecuencia de la degradación de su condición de valor, me surgen varias preguntas sobre las causas de esta postergación.

Para mí las más inquietantes son las siguientes. La primera que me viene a la mente es en qué estado se encuentra la decencia: ¿ha desaparecido?, ¿ha perdido simplemente importancia?, o ¿ha sido sustituida por otra, que podría ser su contraria?

Para responder a esta cuestión hay que sentar como punto de partida que la decencia, en tanto que cualidad positiva del ánimo humano, es parte integrante de lo más sustancial de nuestro mejor “yo” y, como tal, debe impregnar todo nuestro ser hasta alcanzar los grados de honradez y rectitud que nos impidan cometer actos delictivos, ilícitos o éticamente reprobables. Así las cosas, ¿hemos dejado de ser decentes los seres humanos? Aunque toda generalización lleva implícito el riesgo de la inexactitud, tengo para mí que la respuesta es claramente negativa. Mayoritariamente, seguimos siendo decentes, honrados, rectos, y tendemos a rechazar esos actos inmorales. Esta respuesta proporciona las bases para contestar a la siguiente: al no haber desaparecido la decencia con carácter general, aunque sí haya desaparecido de una parte relevante de la misma, se puede afirmar que es un valor que ha perdido importancia social. Lo cual nos sirve de guía en la respuesta a la última de las interrogantes que nos planteábamos: la sociedad actual es menos decente que la de hace unos años, pero no por ello se puede hablar de una ciudadanía indecente. Sería un craso error extraer de la disminución del valor de la decencia la conversión de la sociedad española actual en una sociedad indecente. Hay una crisis de este valor, pero con pocos efectos dañinos.

La segunda pregunta es ¿a qué se debe la crisis de este valor? Es muy probable que las causas sean múltiples, pero entre ellas está la excesiva y creciente importancia que se le viene dando al dinero. Y es que nos pasamos la vida intentando conseguir lo que necesitamos y, más aún, lo que creemos necesitar. Aunque nuestras apetencias son de todo tipo, las primeras que deseamos satisfacer suelen ser las materiales: obtener lo indispensable para vivir lo mejor posible. Pero esto no siempre es fácil de conseguir. En el llamado primer mundo, hay tal abundancia de bienes materiales que una parte de nosotros tiene a su alcance la gran mayoría de ellos y algunos de cierto valor, como la vivienda, el automóvil, el televisor, etc., incluso duplicados.

No exagero si digo que esta sociedad de la opulencia nos ha atrapado en un sinsentido. Desde que nacemos, se nos incita a acumular: cuando somos pequeños, más cosas para jugar; y cuando vamos creciendo, más bienes para consumir. Pero nada se nos regala: los obtenemos a cambio de dinero. Y como es mucho lo que tenemos que acaparar, también son muchos los valores que tenemos que entregar a cambio. Entre los valores que hemos sacrificado —y esto es lo que ahora me interesa— figura el de la decencia. Y es que una parte relevante de la sociedad no ha dudado en recurrir a actos moralmente reprobables, como pueden ser las “comisiones exorbitantes”, para entrar en la rueda de la acumulación de muchos medios económicos procedentes del inmoral mundo del pelotazo. Recientemente, Ignacio Camacho en el ABC se refería a ello en un artículo titulado La Jerga del Mangazo que es la empleada por los corruptos (entre la que citaba: “de ésta nos quitamos las legañas”, “billetes para asar una vaca”, “yo he venido a la política para forrarme”, “hay que celebrarlo con un volquete de putas”, “Otro cacahuete para el mono”, “Vienen a quitarnos la manteca”), lo cual es una prueba indubitada de la evaporación de la decencia.

La tercera y última cuestión es si existe alguna manera de reimplantar la decencia en nuestra sociedad. A pesar de que suelo ser optimista, lo veo difícil. Además de porque vivimos en una sociedad en la que no son muy bien acogidos los valores, porque son muchos más los que prefieren la cultura de la subvención que la del esfuerzo. Y, claro, el pelotazo no exige mucho sudor.