Este martes el Gobierno aprobó el decreto que permite dar un paso, tan simbólico como palpable, en la normalización progresiva de la vida cotidiana bajo el signo del COVID-19: la eliminación de la obligatoriedad de llevar mascarilla en espacios cerrados, con excepciones como el transporte público, los hospitales o las residencias de ancianos. Se podría pensar que el mensaje de relajación puede hacer más difícil que las medidas aún vigentes sigan siendo asumidas en las situaciones en que todavía son necesarias. Pero muy probablemente no sea así si se toma como referencia qué sucedió en el momento en que se permitió circular sin mascarilla en exteriores, cuando parte de la población prefirió por precaución mantener su uso, de forma voluntaria, en circunstancias en la que no era ya forzoso.

La medida se toma en un momento contradictorio. Con las cifras de hospitalización felizmente en mínimos pero con una circulación del virus aún notable, con una incidencia acumulada media en España en los últimos 14 días de medio millar de casos por 100.000 habitantes. Los datos de las próximas fechas, si pueden ser trazados, deberán certificar hasta qué punto la reducción del uso de la mascarilla tiene un impacto y si afecta negativamente o no a la estrategia de centrar los esfuerzos prácticamente solo en la protección de la población más vulnerable.

Podríamos decir que la retirada de las mascarillas finalmente también en interiores, con las excepciones de espacios potencialmente de riesgo, es la señal que marca que ya estamos en una situación pospandémica. Pero la OMS nos recuerda que no hemos dejado la pandemia atrás y las cifras de contagios en España lo confirman. Aunque hayamos llegado a un momento en la pandemia del COVID-19 en que la evolución del número de contagios se ha desacoplado de la del número de muertos, ingresados en hospitales e internados en unidades de cuidados intensivos.

La difusión del virus, según los indicadores que se supone que deben permitir detectarla incluso en un momento en que se ha desactivado extremadamente la notificación y contabilización de los casos, va al alza, sin que empeore la situación en los hospitales. Eso será así mientras la efectividad de las vacunas se mantenga, y mientras no surjan nuevas variantes del virus que no solo sean más contagiosas como ya lo ha sido la ómicron sino que pueda evadir el efecto de las vacunas administradas hasta el momento. Y no hay garantía de que esto no vaya a suceder, como remarca la OMS al mantener el grado de alerta pandémica.

En este contexto, resultaría problemático que el mensaje de normalidad y relajación cundiera con excesiva ligereza: pero, aunque cada vez con más reticencias, impaciencia e incomodidad, hemos demostrado que cada vez que ha sido necesario dar un paso atrás y recuperar medidas que se habían levantado o mantener las que creíamos que iban a desvanecerse pronto hemos actuado con más responsabilidad que inconsciencia.

Más preocupante es el hecho de que los cambios de criterio sobre notificación de positivos y aislamiento de los casos poco o no sintomáticos, como alertan algunos expertos discrepantes, puedan dificultar la detección de futuros cambios en la evolución de la enfermedad, hasta el punto de que pudiera impedirnos reaccionar a tiempo ante un nuevo percance que de momento aún no está en el horizonte.