A propósito de una película vista en televisión hace poco, volví a reflexionar sobre la brutalidad de la esclavitud vivida durante siglos, —hubo que esperar hasta 1813 y años siguientes para su abolición— en nuestro mundo. Aun así, con ramalazos de situaciones y en regiones, todavía impera esa inhumana opresión de unos seres sobre otros, que sólo deseo ardientemente que se acabe para siempre. Y confío que se logrará, como igualmente opino que se acabará la legalización del aborto, porque es una aberración por mucho que opiniones y mayorías lo respalden y aprueben. Igual ocurría con la esclavitud. Escribir esto, y opinar en público que se está a favor de la vida, ser un “pro Vida”, nos exponemos a ser demonizados como ultras y rozando las fronteras de la ilegalidad imperante si se nos ocurriese ir a rezar el rosario en las proximidades de las clínicas donde se aborta a troche y moche. También podemos llegar a ser considerados héroes —yo no me siento así ni lo intento— según el decir de monseñor Benavent, obispo de Tortosa, quien ha declarado que “el hecho de discrepar de la opinión dominante, o movida desde el poder, es un acto de heroísmo”. Ni demonios ni héroes, simplemente seres humanos.