¿Qué tal les va, queridos y queridas? Fin de semana este prolijo en celebración. Por un lado, mañana mismo, el sincero y merecido homenaje a todas las madres, nunca suficiente para agasajar y reconocer a quien nos da la vida. Y, por otro, en ese mismo día, la celebración en la que el trabajo, los trabajadores y trabajadoras y las cosas de este ámbito tienen especial protagonismo. Déjenme que les desee lo mejor en estas fechas. Y, ya saben, tengan especial cuidado con un coronavirus que, pese a los deseos confundidos con la realidad y a los mensajes equívocos, sigue haciendo estragos.

Dicho esto, hoy pondré el foco en una persona que un día también se dispuso a pasar un día de asueto de la mejor forma posible y, fíjense ustedes, ya no volvió. Una historia triste, muy triste, que podría habernos ocurrido a cualquiera de nosotros, y ante la que es necesario reivindicar cambios. No sé si en la regulación, que para mí está clara, pero sí en el empeño de que la misma se cumpla, cosa que es evidente que no ocurre hoy en día. Y no lo digo por el percance concreto al que me voy a referir, del que no tengo más datos que los que vierten las rotativas. Me refiero a una mirada a muchos de nuestros arenales o rías —echen un vistazo a la de Ares y las motos de agua de quien confunde turismo con ruido— sobre todo en los momentos en que estos no están convenientemente guardados, fuera de la temporada alta del baño. Es entonces, probablemente, cuando se ven más incumplimientos de lo que debería ser sagrado: el respeto absoluto a la normativa vigente en materia de pilotaje de toda clase de embarcaciones, independientemente de cual sea su uso y tipología.

Volvamos a nuestra historia. La víctima es Juan Tábara. Tuve ocasión de coincidir con él en alguna carrera popular en la que ambos participamos, y me consta que —de tal mundillo— teníamos bastantes personas conocidas comunes. Era un apasionado no solamente de la carrera a pie, sino que me atrevo a decir que, en general, del deporte. Y, como tal, practicaba alguna otra modalidad como el triatlón. Y ya saben, eso implica nadar distancias importantes con buena técnica, ritmo y aguante. No es difícil, asomándose a nuestra costa, ver asiduos a tan exigente disciplina saliendo en grupo a hacer unas millas, convenientemente pertrechados. Y eso hicieron Juan y su acompañante, nadar en un enclave tan propicio para ello como el de Sanxenxo, ya en la salida de la Ría de Pontevedra.

El resto ya lo saben ustedes, y será la autoridad judicial la que ponga negro sobre blanco qué ocurrió y cuáles fueron las circunstancias, dirimiendo si hay o no culpa en quien pilotaba una lancha de carreras quizá por una zona no autorizada. No lo sé. Pero la cuestión sigue siendo triste. Porque cuando se tiene entre las manos cualquier tipo de artefacto que puede causar destrucción y muerte, hay que ser cauto. Muy cauto. Porque la moviola no existe en la vida real, y una vez causado el desastre, ¿cómo dar marcha atrás?

Hace unos años circunnavegué Ibiza completa y una parte de Formentera, a bordo de un velero. En un momento dado, en una zona paradisíaca y tranquila, nadaba yo junto al barco fondeado. Escuché un motor y vi uno de esos transfer o embarcaciones que van saltando entre playa y playa, repletas de turistas, a escasos metros de mí. Tuve la suerte de que me diese tiempo a sumergirme, sabedor de que el calado de dichos artefactos no es muy grande, y que con poco que me pudiese hundir, no sufriría daños. Así fue. Y tuve la suerte de poder contarlo, una vez de nuevo a bordo, temblando absolutamente de la impresión por el percance.

Hemos de tener cuidado. De ser exquisitos en nuestras relaciones con los demás. En cuidar el espacio que también pertenece al otro. Y, en tal sentido, de practicar la prevención en grado superlativo. Esto incluye venerar y mimar a la normativa vigente, en todos los ámbitos de nuestra actividad. En la carretera, sin duda, a pesar de que un par de horas antes de escribir estas líneas un Jaguar a alta velocidad me haya adelantado en la bajada hacia O Pedrido —raya continua— como último episodio de una continua vulneración de las más mínimas normas de convivencia en dicho medio. Pero también en el mar. Y si los doscientos metros de salvaguarda respecto a determinados tramos de costa son de obligado cumplimiento, excepto para la llegada a puerto a una velocidad máxima de tres nudos, pues eso habrá que hacer, sin excusas ni tonterías. Y es que esa es la única forma de que no tengamos que lamentar desgracias o de que, si estas se producen, se les pueda llamar con claridad accidentes. Y es que hay otros incidentes a los que, aunque a veces se les denomine así, son más una consecuencia de determinado tipo de actitud que de algo fortuito y accidental. Son... otra cosa.

En fin. Sirva este luctuoso y dramático episodio para reivindicar, una vez más, que todo el mundo cumpla con la norma y con los más mínimos estándares de cordura. Y, por supuesto, vaya también a modo de homenaje a una víctima que no tendría que haberse producido. Una vida rota de forma absurda, lo cual nos conmueve y entristece profundamente, como no podría ser de otra manera. Descanse en paz.