Todavía estaba jadeando. No podía calcularlo, pero durante aquella noche había estado bastante tiempo moviéndose, a veces, impetuosamente. La sensación era, sin embargo, de lo más agradable. En otras ocasiones, se había despertado también con sensación de bienestar, pero en esta oportunidad había algo imposible de explicar, que le provocaba, además, una sonrisa placentera. Sabía a qué se debía todo, aunque la causa viniera de muchos años atrás.

Recordaba exactamente el sitio y el año: en el patio del Colegio Salesiano de La Coruña en 1962. Pero no podía precisar el día, ni el mes, en que había oído hablar por primera vez de ellos: los Beatles. Incluso tenía almacenado en su memoria la inexacta traducción que hizo de inmediato uno de sus compañeros del nombre del conjunto: los escarabajos. La cual fue inmediatamente corregida por otro, buen conocedor de la lengua inglesa ya que había viajado algún verano a aprender el idioma a Irlanda, el cual precisó que escarabajo era “beetle”, no Beatle, como el nuevo grupo musical.

A pesar de que lo que realmente le apasionaba era el fútbol también le gustaba la música, razón por la cual se había hecho rápidamente fan de aquel cuarteto de jóvenes, un poco mayores que él, con el pelo sensiblemente más largo, creadores e intérpretes de una música que suponía una auténtica ruptura con todo lo anterior, con mucho ritmo o melodiosa y realmente portentosa. Desde entonces, había ido creciendo sin cesar su admiración por estos genios de Liverpool.

Tras algunos años durante los cuales no había sucedido ningún acontecimiento especial que los trajera al primer plano de su memoria, ocurrieron dos que con toda seguridad explicaban lo que le había sucedido aquella noche. El primero de ellos tuvo lugar el 9 de marzo de 2104 y había informado sobre él un bloguero que también era un forofo de los Beatles. Al caer la tarde de ese día —escribía el bloguero— tuvo lugar en el Auditorio Nacional de Madrid una sesión musical organizada por la Fundación Excelentia, en la que la Orquesta Clásica Santa Cecilia interpretó algunas de las canciones más conocidas de los Beatles, pero trasformadas en música sinfónica. Hasta entonces era un lugar común afirmar que los Beatles pasarían a la historia de la música por haber revolucionado la música anterior. El hecho de que sus canciones se hubieran convertido en música sinfónica revelaba que sus autores estaban dotados de un extraordinario genio creador, de esos que surgen muy de vez en cuando, que los había llevado a concebir una música nacida para perdurar en el tiempo.

En aquel concierto, —continuaba el bloguero— el público, de todas las edades, aunque con predominio de los coetáneos de los Beatles, escuchó enfervorizado aquellas sinfonías, moviéndose al compás de las distintas piezas musicales con un rítmico intenso o con apacible calma, como sucedió, por ejemplo, cuando sonó Yesterday. El bloguero escribió también que había estado todo el tiempo emocionado y que su espíritu regresaba a su juventud y retornaba al presente descendiendo y ascendiendo por las notas musicales ideadas por aquellos músicos geniales que merecían un puesto destacado en la historia de la música.

El segundo acontecimiento acaba de tener lugar. Esta vez era él quien el viernes 22 de abril de ese año había asistido a un concierto en el Club Monteverdi de Madrid ofrecido por seis músicos que, con predominio de los instrumentos de cuerda, tocaron canciones de los Beatles también en versión sinfónica. Había sido una tarde inolvidable y no había dejado de pensar en la genialidad de estos cuatro británicos tan magníficamente dotados para la música.

Al día siguiente del concierto y seguramente por una de estas casualidades de la vida, le llegó un WhatsApp que contenía el mítico concierto que habían dado los genios de Liverpool el 30 de enero de 1969 en la terraza del edificio Apple Corps, en la que interpretaron al aire libre, para asombro de todos los que pasaban en aquellos momentos por la calle, el tema Don’t Let Me Down.

Lo anterior explicaba perfectamente lo que le había sucedido esa noche. Todo comenzó con un desdoblamiento de su cuerpo y su espíritu. Sin dejar de estar tendido boca arriba, con los brazos extendidos y pegados al cuerpo, observó con toda nitidez cómo su espíritu abandonaba su cuerpo sin dejar por ello de seguir con vida, al tiempo que sobrevolaba —cosa que también pudo ver— por una sala de paredes encaladas, con gruesos muros, aire un poco húmedo e iluminada con luces de color violeta metálico. Parecía tratarse de una estancia de un antiguo convento.

Su espíritu, que había adoptado la forma vaporosa del humo, estuvo durante algún tiempo dando vueltas por la habitación, como si tratara de reconocer el lugar. De pronto, empezó a sonar una música que la columna de humo reconoció inmediatamente. Eran canciones de los Beatles: Let it Be, Hey Jude, Come Together, Ob-la-di Ob-la-da, Penny Lane, The Yellow Submarine, A Hard Day’s Night, Something, Help!, Eleanor Rigby…

Lo sorprendente fue que toda aquella música se fue convirtiendo en cadenas de notas enlazas que se hicieron sensibles también a través del vapor. Tras unos instantes de indecisión, el espíritu asió la cadena de notas y entrelazados comenzaron a bailar cada una de las piezas que sonaba entre aquellas paredes. Fundido con aquellas cadenas de notas armoniosas, el espíritu se trasladó de un lado a otro de la sala lleno de felicidad como nunca hasta entonces. Una sensación que consideró muy parecía a la del amor pleno.

Tardó tiempo en despertar. Y al hacerlo, le parecía que venía desde muy lejos. Tuvo la sensación de que había experimentado un fenómeno paranormal de esos que le tocan en suerte a muy pocos humanos, acompañado de la seguridad de que nunca volvería a experimentar algo parecido. Lejos de entristecerse se levantó de la cama y sus primeros pensamientos fueron que el ser humano es prodigioso y la música, sobro todo la de sus idolatrados Beatles, también.