Parece ser que en los últimos años ha cogido fuerza entre los votantes del mundo entero la tendencia a denostar a los candidatos mejor preparados o más cultos o inteligentes, a los que se suele tildar nada menos que de elitistas, en favor de ese otro tipo de político más campechano, exhibidor impúdico de su formidable ignorancia y del poco respeto que demuestra por la cultura, la inteligencia o la buena educación, incluso por los derechos de quienes no le gustan o son contrarios a sus ideas mentecatas. Sobran los ejemplos.

Parece ser que a ese difuso y vasto ente al que suelen llamar el pueblo, le gusta que sus dirigentes se parezcan a él, hablen como él, se vistan como él, vean las mismas series y programas basura que él y se dediquen a hacer los mismos chanchullos. Por supuesto, de leer ni hablamos. Quizá sea una forma, por parte del ente, de no sentirse menos que nadie, incluso de hacerse la ilusión de entender lo que está pasando en el mundo, ya que esta clase de dirigentes se expresa con aplaudida llaneza y llama a las cosas por su nombre, al pan, pan y al vino, vino, como se suele decir. Los otros, esa élite, todo lo complican y enredan hasta que las cosas más sencillas se vuelven ininteligibles.

Seguramente, esta moda política, que ya tuvo sus precursores aquí y allá con resultados muy poco alentadores, tanto para el pueblo como para el dirigente de turno, no sea más que un reflejo de otras inclinaciones poco estimulantes de una sociedad cada vez más asfixiada por las circunstancias y exigencias de los tiempos que corren. El sistema, ese otro ente, no deja de lanzarnos mensajes confusos y contradictorios, y ante la complejidad, cada vez mayor, de nuestros modelos de convivencia, quizá haya mucha gente que agradezca el simplismo y el reduccionismo. No es nada nuevo, preferimos el cine intrascendente al de autor, los best sellers a las novelas literarias, la música popular a la culta; encumbramos a la fama a personas inanes y a menudo estúpidas en lugar de a científicas o maestras, pensadoras o artistas (no exclusivamente cantantes populares, como ocurre habitualmente). Se desprecia todo aquello que requiere un esfuerzo, cierto arco de aprendizaje. El disfrute y el entendimiento han de ser inmediatos, cómodo, accesible, sin la necesidad de aportar un mínimo de inteligencia por nuestra parte. Somos una sociedad infantil que patalea cuando no obtiene lo que desea, que lo quiere todo tan masticado que acaba por tragarse casi cualquier cosa.

No quiero decir con esto que esos otros políticos que demuestran atesorar cultura y conocimientos, que saben utilizar el registro lingüístico más adecuado en cada circunstancia, que transmiten comedimiento y aparentan hablar con conocimiento de causa (estemos o no de acuerdo con lo que dicen) vayan a resolver todos nuestros problemas, ni mucho menos. Pero al menos sentiremos que al votar ejercemos nuestro derecho a una vida inteligente, más allá de clases e ideologías.