La Opinión de A Coruña

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Carles Sans

Bodas y divorcios

En estos días pasados de la Semana Santa he podido compartir tiempo con personas, amigos, que voy viendo de vez en cuando. Las sobremesas al aire libre, rodeado de naturaleza y al amparo de este sol de primavera, propician las confidencias que surgen poco a poco, mientras se apura una copa de vino. De tantas, me quedo con la que tuve con alguien que me contó preocupado que su hermano acababa de separarse de una pareja de muchos años, un matrimonio que a ojos de todos parecía indivisible y que ahora, con tres hijos, lo habían dejado. Me hablaba de la enorme decepción familiar que había causado esta ruptura. A la noticia le sucedió la innumerable descripción de inconvenientes que supone una separación de tanto tiempo, y llegamos a la conclusión de que, a fuerza de ser pragmáticos, los futuros esposos deberían prepararse para el posible fracaso de su matrimonio.

En 2021 en España hubo 93.505 divorcios, un 21% más que el año anterior. Si tenemos en cuenta que en 2020 se casaron 90.416 personas, podemos llegar a la conclusión de que hay más parejas que se separan de las que se casan. Y también podemos llegar a sospechar que el fracaso del matrimonio es algo habitual y que, por tanto, hay que prevenir un futuro descalabro. Pero en una sociedad católica como la nuestra resulta una contradicción prepararse para un posible fracaso de una unión que se pretende eterna entre dos personas que se quieren. Se nos ha inculcado el cristiano precepto de que el matrimonio es para siempre y negamos ver el fracaso cotidiano que nos muestra las cifras anuales de separaciones.

Según André Comte-Sponville, que el matrimonio fracase es lo más normal. En su libro Pequeño tratado de las grandes virtudes, se pregunta: “¿Cómo se le puede jurar a alguien que se le amará siempre y que no amarás a nadie más? ¿Cómo se pueden jurar unos sentimientos? Ante el altar se debería jurar del siguiente modo: ‘Te juro no amarte siempre, sino ser siempre fiel a nuestro amor mientras este siga vivo”.

A pesar de todo, casarse está muy bien: genera ilusión a sus protagonistas y a su entorno y da empleo a muchas personas. Según datos de 2016, la industria de la boda genera más de 1.246 millones de euros al año. Aunque habría que investigar cuánto genera la industria del divorcio y comparar.

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