¿Se están cociendo ustedes? Yo, sin poder asegurarlo en el momento en el que escribo estas líneas, intuyo que sí, si la previsión de calor para el fin de semana, finalmente, se ha cumplido. No un calor abrasador pero que, para mí, ya es excesivo. Como siempre les digo, prefiero algo más fresquito, alternado incluso con unas cuantas pinceladas de lluvia... Y más en un año en el que hemos tenido un importante déficit de ese verdadero oro líquido que nos cae del cielo. Algo que, si no se arregla, puede traernos problemas a corto y medio plazo. A ver qué pasa.

Pero bueno, por lo de pronto disfruten ustedes del calor si ese es su paradigma de buen tiempo. Eso les deseo de corazón. Porque lo bueno en esta vida es saber ponerse en el lugar del otro y, aunque no te guste demasiado aquello que a los demás les interesa, alegrarte por ellos cuando acontezca, y hasta propiciarlo si está en tu mano. No en lo referente al tiempo meteorológico, claro, pero sí en otros muchos ámbitos en los que podemos aportar nuestro granito de arena. Se llama empatía, lo que no es sino una forma de respeto y consideración hacia los demás. Y es importante, porque estoy convencido de que en ese aprecio colectivo está la primera piedra del respeto hacia ti mismo, y es ingrediente imprescindible para la serenidad y la paz.

Tal empatía de trazo grueso, lanzada al viento de forma abierta y generosa, no siempre es fácil de encontrar. Y, a veces, choca su ausencia. Lastima, incluso. Lacera el alma y, en ocasiones, incluso el bolsillo. A veces viene de quien irrumpe en nuestras vidas constituyendo no un monopolio, pero casi, en un sector dominado por cuatro. Llega de quien vive de nosotros, de grupos de presión que, a base de opacidad, falta de transparencia y comportamiento un tanto depredador, revientan la convivencia y ponen contra las cuerdas a su propio cliente, así como al mercado que les dio carta de naturaleza, les da vida y alimenta. Es entonces cuando todo rechina, de forma más que evidente.

Esa ha sido la sensación que me ha embargado cuando el presidente de determinada gran empresa eléctrica me ha llamado “tonto” por continuar en el mercado regulado. Por entender que tal regulación, de oficio, iba a ser un instrumento del Estado para impedir que el felino, como diría el entrañable e incomprendido Félix Rodríguez de la Fuente, tuviese éxito en su caza, acechando impertérrito a la luz de la Luna y esperando cazar y devorar a su presa. Por creer en el sistema. Sí, me ha llamado tonto, aunque no sea cliente suyo ni lo vaya a ser jamás. A mí y a los diez millones de hogares que, todavía, no nos hemos entregado en los brazos de la jungla más intensa, y entendemos que la tarifa regulada es la salvaguarda del Estado para que no nos la den con queso, o que eso debería ser.

Nos ha llamado tontos el que entiendo que, por contra, se cataloga como listo, entendido tal último adjetivo a la manera que sería descrita en el mismísimo Lazarillo. El pícaro. El que sabe qué hilos tocar para pasar por delante, riéndose de todos los demás. Y el que atesora más, y aún así no le llega, pensando que así va a cosechar más felicidad, que quizá entiende como mero objeto de compra y venta. El que genera ingresos monstruosos cada año en un sector siempre bajo la picota de la sospecha, escapando siempre de un incómodo análisis sobre la estructura de costes del recibo de la electricidad hoy en nuestro país, y resolviendo tal problemón de forma caricaturesca, hablándonos de listos y de tontos, como si se tratase de un maravilloso tebeo o un sainete. Ciertamente, en el país de los arreglos y las tramas, la corrupción y los negocios hechos en las salones de las familias “de toda la vida”, esto no sorprende. Pero en una sociedad que aspira a ser moderna y democrática, y en un mercado que se crea verdaderamente eso de la libertad, sí. Muchas cosas tienen que cambiar aún en el intrincado mundo de la empresa, especialmente en sectores como el eléctrico, para que sus primeros espadas no sigan dibujando una realidad de listos, o listillos, y de tontos como yo. Mudanza que tiene que ver con dosis mayores de la referida empatía, una mayor transparencia y rendición de cuentas —“accountability”, que dicen por ahí afuera— y una mayor consideración hacia su actual y su potencial cliente.

Siempre me he enfadado con la operadora de telefonía que me da servicio cuando mi tarifa se queda obsoleta en todos los tramos y no tienen a bien llamarme para ajustar la misma, más cara siempre, a la realidad de un mercado más barato. Entonces les he llamado yo, años después de estar pagando por encima del mercado, y les he acusado de falta de empatía, manteniéndome vigente una tarifa absolutamente descatalogada, por haber cometido el “pecado” de una gran antigüedad como cliente. Esa es la sensación que tengo también con las declaraciones desde esa empresa eléctrica, sabiendo bien que en este caso la realidad es un poco más compleja, y que la tarificación funciona de otra manera según se trate del mercado regulado o no. Pero la esencia es la misma: uno paga más y, en este caso, además te insultan, con media sonrisa y un “jijiji”. Por encima de todo, falta de empatía. Y, además, auténtica falta de visión de negocio. Porque, así las cosas, en tal firma conmigo que no cuenten. Ni en regulada ni en libre mercado. Simplemente, nunca con ellos... No vaya a ser que se me quite la tontería... y empiece a ser infeliz.