La Opinión de A Coruña

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Juan Carlos Laviana

A propósito de Elon

Elon Musk, el magnate convertido en estrella gracias a sus osadas aventuras empresariales —la última, la compra de Twitter—, se está convirtiendo en referencia del nuevo triunfador. Pese a ser el hombre más rico del mundo, su propia pareja ha llegado a decir que “vive bajo el umbral de la pobreza”. Se desconoce que tenga lujos ostentosos. De hecho, ni siquiera tiene casa, según ha confesado en una reciente entrevista; como viaja mucho, se aloja en casa de sus amigos allá donde va.

El único símbolo de riqueza conocido es su jet particular. Él lo justifica como herramienta de trabajo, ya que consigue ahorrar un tiempo muy valioso. Y, ya se sabe, su tiempo es oro. Ha cifrado en un millón de dólares cada minuto empleado en “pensamiento de gran calidad”. Su única pasión es la dedicación a sus empresas, en las que trabaja, según sus propias palabras, “hasta el límite de la cordura”.

Su ideología es un misterio, según titulaba hace poco el New York Times. Hay quien le define como sencillamente liberal y quien le ve más cercano al anarquismo. Lo mismo despotrica contra el intervencionismo del Gobierno que acepta sin rechistar subvenciones oficiales millonarias o exenciones fiscales. Lo mismo arremetió contra la administración Trump por su trato a los emigrantes que ahora acusa a la de Biden de estar controlada por los sindicatos.

Pese a asegurar que la política no le interesa, retó a duelo a Putin tras la invasión de Ucrania y cedió sus satélites a Volodímir Zelenski para localizar y destruir tanques rusos. Casi al mismo tiempo, anunciaba su última excentricidad: la creación de robots sexuales de temática manga. Defiende sus llamativos anuncios, siempre a sus 82 millones de seguidores en Twitter, porque le proporcionan publicidad gratuita para Tesla o cualquiera de sus empresas.

Ignoro si Musk fue un modelo para Elizabeth Holmes, la joven emprendedora que con 19 años creó una revolucionaria startup de tecnología médica que llegó a valer 9.000 millones de dólares. Antes de cumplir 30, ya fue incluida en la lista de los más ricos de Forbes y era un modelo de éxito para los emprendedores. Todo resultó un gran fraude y hoy espera, en libertad bajo fianza, una condena que puede ascender a 20 años.

Su historia se ha convertido en una de las series del momento, The Dropout. Auge y caída de Elizabeth Holmes. Llama la atención la obsesión de la joven —guapa, rubia, desafiante, inteligente— por imitar a Steve Jobs y Mark Zuckerberg. Como ellos, dejó los estudios universitarios, se creía más lista que sus profesores, vestía jerséis de cuello alto y de color negro, calzaba deportivas, las sedes de sus empresas eran espacios diáfanos, ludotecas más que oficinas, creía que las normas no eran más que un lastre para la creatividad, era adicta al trabajo —tampoco tenía casa y dormía en saco de dormir en su despacho—, se alimentaba de zumos proteicos de deslumbrante color verde… Su lema favorito era una frase de Yoda en La guerra de las galaxias: “Hazlo o no lo hagas, pero no lo intentes”.

Como antes Jobs y Zuckerberg y ahora Musk, Elizabeth Holmes se convirtió en icono de referencia para los jóvenes de su época, especialmente para las jóvenes, Su fiasco, según se dice en la serie de Disney, hizo perder oportunidades de trabajo a miles de mujeres científicas no fueran a ser como ella. Incluso se habla de que jóvenes rubias aspirantes a puestos de trabajo en empresas tecnológicas se han teñido el pelo para no ser asociadas con la figura de la rubia Holmes.

En todos los tiempos, ha habido modelos de triunfadores que fascinaban a los adolescentes, ávidos de imitarlos. No hace tanto, los iconos eran el Gordon Gekko de Wall Street; los amos del universo, tan bien retratados por Tom Wolfe en La hoguera de las vanidades, y representados aquí en España, por los yuppies imitadores de Mario Conde.

Luego fueron los chicos hiperactivos que cambiaron el mundo desde un garaje. Ahora ya son referentes de miles de imitadores, como Elizabeth Holmes. Debemos tener cuidado con los becerros de oro, con los ídolos, porque, pese a ser deslumbrantes, con frecuencia tienen los pies de barro.

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