La Opinión de A Coruña

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EDITORIAL LA OPINIÓN

La soledad, otra alerta en la tormenta demográfica

Sostienen los expertos que la soledad es la alarma biológica que nos recuerda que somos seres sociales. 285.000 gallegos, según las últimas estadísticas disponibles, viven solos. Uno de cada cuatro hogares, casi un 11% de la población autonómica, está constituido por una sola persona, uno de los mayores porcentajes de las comunidades españolas. Dentro de década y media, según las proyecciones, la proporción crecerá de manera espectacular, hasta alcanzar al 30,3% de los habitantes de la región. Estamos ante otra consecuencia de la tormenta demográfica perfecta que se ciñe sobre Galicia y el conjunto del Noroeste peninsular. A diferencia del envejecimiento, la natalidad, el despoblamiento o la brecha entre lo urbano y lo rural, sí es posible actuar de inmediato para paliar sus efectos. Únicamente hace falta anticiparse.

Algunos especialistas califican el siglo XXI como el de la soledad. Es este uno de los rasgos más definitorios de las sociedades contemporáneas y aparentemente contradictorio. Que el hombre ocupe la cúspide de la carrera biológica lo debe precisamente a su capacidad de cooperar en comunidad, no de potenciar el individualismo. No estamos ante la constatación de un fracaso como especie, sino de un logro: la conquista, por primera vez y sin importar el tramo de edad, de la plena autonomía personal gracias a altos estándares de confortabilidad, hedonismo y bienestar.

Como en casa, en ningún sitio. ¿A cuántos abuelos que enviudaron y prefirieron seguir sin compañía en el hogar no escucharon sus parientes algo semejante? Muchas personas asumen la situación tras una decisión consciente, que nada tiene que ver con la marginalidad y el abandono, ni con la vejez. Existe una eclosión de solteros por vocación y de hogares monoparentales. La soledad sí se convierte en problema de salud pública cuando quien elige tal condición no puede materializarla por falta de apoyo, ni cuenta con posibilidades de socializarse, o cuando alguien se ve forzado a valerse por sí mismo sin reunir condiciones adecuadas para hacerlo.

A Galicia no le ocurre nada raro, aunque lo padece de forma más acusada por sus carencias de base y sus preocupantes indicadores. Japón y el Reino Unido cuentan con ministerios de la soledad. Uno de cada dos suecos vive solo y uno de cada cuatro muere en casa. Algunos cadáveres tardan meses en descubrirse, un hecho que incluso ya empieza a no ser excepcional en España. Hay departamentos de las administraciones encargados de limpiar las viviendas de los difuntos, sepultar los restos y localizar a descendientes. Hasta empieza a surgir una industria de alquiler de amigos por catálogo para conversar por horas. Parece ciencia ficción, pero son atributos tangibles de una cotidianidad diferente.

Aunque desde nuestras coordenadas actuales resulten circunstancias desgarradoras, hacia ellas tienden las naciones conforme progresan. Un mal universal tampoco justifica resignarse, ni la inacción y la miopía de no prever ahora mismo su impacto y evitar con políticas adecuadas los casos vulnerables. Las estructuras laborales y sociales se han modificado profundamente. Los lazos familiares han sufrido debilitamientos, aunque aquí con menor desarraigo que en otras partes. La elevada longevidad exige atenciones especializadas difíciles de cubrir a domicilio. Estamos ante un cambio tremendo, otro más de un milenio rupturista, que obliga a replantear todo el sistema sociosanitario.

La pirámide de población regional se ha invertido por completo en seis décadas. El baby boom de los 60 y 70 del pasado siglo terminó abruptamente a principios de los 80 y desde entonces nacen cada vez menos gallegos. Galicia suma ya más de tres décadas con más defunciones que nacimientos en una escalada imparable. Tanto que en 2018, por primera vez, el número de muertes ya duplicaba al de alumbramientos. En breve, habrá un jubilado (ahora hay un pensionista y medio) por cada gallego en edad laboral. Asumir nuestro destino para corregirlo implica cambiar el paradigma económico y asistencial del territorio. Sostener una comunidad así exige dejar de enfatizar las políticas proteccionistas para volcarse de lleno en las que crean riqueza. Un envejecimiento que favorezca la calidad de vida y una soledad que no derive en epidemia exigen fuertes inversiones: viviendas adaptadas, transportes adecuados, espacios propios, participación en la comunidad, un voluntariado potente, teleasistencia, telemedicina, atención primaria, ocio, aprovechamiento senior... Imposible sin prosperidad a repartir.

A nadie corresponde decidir por cada ciudadano cuántos hijos procrear, dónde residir o de qué manera. Inútil intentarlo, suya es la libertad. Pero Galicia sí puede liderar una revolución y un negocio, eso que llaman “economía plateada”, y convertir sus políticas en un referente mundial. Para mal y para bien, constituye un banco de pruebas único y extraordinario en estos momentos. Muy pocos lugares del planeta acumulan datos poblacionales en el abismo. ¿Qué procede? Pensar con amplitud de miras, resolver con rapidez y trabajar para que elegir un futuro vital en solitario, por ejemplo, para nada signifique padecer la deriva patológica de la soledad. Invisibilizar esta realidad incómoda y continuar esperando sin tomar la iniciativa hará que estalle en nuestro rostro cuando carezca de remedio. Ojalá no sea demasiado tarde.

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