La Opinión de A Coruña

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Joaquín Rábago

360 grados

Joaquín Rábago

Lamentable indiferencia frente al drama palestino

La natural indignación global por las masacres que se producen diariamente en la guerra de Ucrania contrasta con la incomprensible indiferencia a la que la que la llamada “comunidad internacional” asiste desde hace décadas al drama no menos terrible del pueblo palestino.

Solo alguna vez salta a las primeras páginas de la actualidad la noticia de algún suceso allí ocurrido como acaba de ocurrir con la muerte, supuestamente por disparos del Ejército israelí, de una veterana periodista palestina.

El hecho de que la asesinada, Shireen Abu Akleh, que cubría para la emisora kuwaití Al Yazeera una incursión militar israelí en el campo de refugiados de Jenín, en la Cisjordania ocupada, tuviese también la nacionalidad estadounidense ha motivado la exigencia de Washington de que se investigue ese suceso.

¿Cómo explicarse, por otro lado, lo ocurrido después cuando, camino de una iglesia cristiana el multitudinario cortejo fúnebre, quienes portaban el féretro fueran atacados salvajemente por las fuerzas del orden judías, algunas de ellas a caballo, hasta el punto de que el ataúd estuvo a punto de dar en el suelo?

¿Veremos también estos días banderas palestinas en los balcones de los Ayuntamientos de todo el mundo o incluso en muchos privados como ocurre con las de la atacada Ucrania?

La respuesta es naturalmente ociosa: la brutalidad de la ocupación israelí, tan contraria al derecho internacional como la invasión rusa del país vecino, continuará sin que los llamamientos de la ONU tengan el mínimo efecto.

Hace ya algunos años, una valiente educadora y activista judía llamada Nurit Peled-Elhanan, profesora de la Universidad de Jerusalén e hija del general Mattiyahu Peled, uno de los comandantes israelíes durante la Guerra de los Seis Días, publicó un ensayo sobre la visión del pueblo palestino que se transmite en las escuelas a los jóvenes judíos.

Se trata, según explicaba la educadora, de libros cuidadosamente elaborados para “deshumanizar” a los palestinos, como hicieron en su día los nazis con los judíos, y desarrollar en los jóvenes israelíes perjuicios que les permitirán actuar luego de modo cruel e insensible contra ellos durante el servicio militar obligatorio.

Son libros, señalaba la educadora y premio Sajarov, que sirven para justificar “la limpieza étnica” desarrollada por el Estado judío y que, totalmente alejados de los valores humanistas y de la Ilustración del judaísmo original europeo, convierten muchas veces en “monstruos” a los jóvenes soldados.

En esos libros, sostenía Peled-Elhanan, se presenta a los palestinos bien como potenciales terroristas encapuchados y sin rostro, bien como agricultores primitivos, siempre en total contraste con las imágenes de modernidad y progreso con las que se muestra al Estado judío.

En los mapas del Gran Israel, los territorios de la Cisjordania ocupada se presentan muchas veces en blanco, como si allí no viviera nadie, como si no hubiera fábricas, ni universidades.

Lo cual tiene mucho que ver, por cierto, la idea original del pionero del sionismo, Theodor Herzl, quien se ofreció a apoyar financieramente al fuertemente endeudado imperio otomano, al que pertenecía entonces Palestina, si el sultán permitía el establecimiento allí de un Estado judío.

“Para Europa, seríamos allí parte integrante del baluarte contra Asia, constituiríamos la vanguardia de la cultura en su lucha contra la barbarie”, escribió Herzl al sultán Abdul Hamid Ii, quien no se dejó sobornar con los 20 millones de libras esterlinas, que equivaldrían hoy a unos 2.200 millones de dólares, que le prometía aquél.

“No puedo vender ni un solo pie de esas tierras porque no me pertenece a mí, sino a mi pueblo, y éste ha ganado el Imperio luchando por él y fertilizándolo con su sangre. Lo volveremos a regar con nuestra sangre antes de permitir que nos lo arrebaten”. Ésa fue la orgullosa respuesta del sultán a los emisarios del líder sionista.

Hubo pues que esperar hasta la Primera Guerra Mundial y la llamada declaración Balfour (noviembre de 1917), por la que el Gobierno de Londres se comprometía a hacer todo lo posible para el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío.

Se trataba, dicho claramente, de una empresa colonial europea que no tenía en cuenta para nada la existencia en aquellas tierras bíblicas de un pueblo de viejas raíces, al que se trataba algo así como a los indios de las reservas de EEUU o los negros de los bantustanes de la antigua Suráfrica segregacionista. Y nada parece haber cambiado.

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