Hay personas que, cuando el discurso honesto les cerca contra las cuerdas, no dan su brazo a torcer. Y eso ocurre, sobre todo, en sociedades tan absolutamente polarizadas como la nuestra. Un grupo humano donde muchos se adscriben a una causa e, independientemente de lo que ocurra, la defienden a muerte. Esas personas, si ya no tienen más que decir que sea medianamente defendible desde los argumentos, se arrancan con un Ladran, Sancho, señal de que cabalgamos y ya está. Puro humo. Para mí tales sociedades son peligrosas, pues es imposible en ellas defender qué es lo virtuoso y qué no. En ellas, cada una de las facciones en lid descalifica al otro, y el Y tú más se utiliza como bandera cuando a uno se le afea la conducta. Con el tiempo, y si la situación no se corrige, tales sociedades se convierten para mí en inviables como espacios de convivencia y democracia. Eriales de la lógica y la razón. Campos trufados de populismos de toda índole y, como no, con las personas con menos escrúpulos erigidas en un remedo de líderes, de todo signo, que llevan a tal grupo humano a enterrarse aún más todavía en esos fangos de la sinrazón y, a la postre, en un más alto grado de conflicto.

Si quieren mi punto de vista sobre la monarquía, les remito a la hemeroteca. Y es que llevo veinte años planteando lo extemporánea que es la misma fuera del contexto del absolutismo, o lo poco adecuado que es el vector paterno-filial para proveernos de legítimos titulares de la Jefatura del Estado. Sobre el antiguo rey también cuento, hace menos tiempo, que cuando lo que uno ofrece es confianza, la quiebra de la misma es lo peor que se puede hacer. Y el hoy rey emérito, después de una historia personal de querencias extremas, excesos absolutos, conductas reprobables aunque hayan prescrito o no sean juzgadas por ser él inviolable, y una vida absolutamente impostada como patriarca de un clan que, por fracturado, no es tal, no puede ser alguien precisamente confiable. Otra cosa es lo que digan sus amigos, aunque me parece grave que ya que cometemos el error de adscribir instituciones a personas de forma permanente, estas se muevan además en círculos de amigos y grupos íntimos, los cuales les arropan y los utilizan como vector para su propia reafirmación identitaria o incluso su interés personal, generando una profunda asimetría social.

Hoy me interesa, sobre todo, el análisis de la respuesta social al regreso del que fue monarca. El enorme grado de controversia tanto en lo que se palpa en la calle, en los comentarios a noticias sobre este tema, o en las redes sociales. Polarización en grado sumo. Personas que ensalzan la figura del emérito por encima de todas las cosas, sin querer entrar en la dialéctica de lo ocurrido, negando la mayor y defendiendo posiciones desde la pasión extrema. Y otros en el extremo opuesto, sin capacidad de diseccionar la realidad de forma cabal y pausada. El resultado, una sociedad rota, exactamente igual que en las estériles polémicas del fútbol, donde nadie escucha a nadie, independientemente de la calidad de juego real esgrimida por cada uno de los equipos en ese día concreto. Es ahí donde la lógica pierde la partida, y cada uno elige su bando y lo defiende a muerte, sin que les influya en absoluto lo ocurrido, solamente desde lo ideológico. Y con el triste concurso de quien, desde lo institucional, plantea máximas en las que afirma hablar en nombre de “Todos los gallegos...” o “Todo el pueblo gallego...” Un verdadero clásico... pero no por eso menos triste. ¿Pero qué se habrán creído?

Pero, ante eso, los hechos. Un conjunto de decisiones técnicas que eximen de culpabilidades al citado, aunque los motivos esgrimidos —la antedicha prescripción de los hechos o el carácter inviolable de su persona en determinados momentos— no terminen en absoluto de exonerarle moralmente. Un ciudadano, por tanto, que se puede mover libremente por el país. Pero que no es un ejemplo para nadie, diga lo que diga quien lo diga, aunque se le atribuyan altos méritos pretéritos, que en ningún caso pueden significar barra libre hoy desde la ética.

A mí no me importa que el emérito esté por aquí. En realidad, si la Justicia no tiene a bien imputarle, que haga lo que quiera. Es su libertad y su vida, y ni yo ni nadie somos quién para cuestionarlo. Pero me da pena que ese sea el modelo de sociedad a la que muchos se apuntan, y más desde postulados irracionales y con un alto nivel de crispación alrededor. Una sociedad basada en el “porque yo lo valgo”, que agita banderitas y que propone cuentos de princesas y de vasallos. Un país que ha renunciado desde hace mucho a valores firmes, conductas ejemplares, un verdadero gobierno de la ciudadanía, y una política limpia, verdaderamente capaz, mucho más magra y que combata la industria de la partitocracia y el amiguismo, y orientada al servicio desde el servicio. Y ahí, desde luego, no entra la monarquía y, mucho menos, la que nos ha dibujado quien hoy está en Sanxenxo y un día ostentó la más alta magistratura en nuestro país.