La Opinión de A Coruña

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Ánxel Vence

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Sanxenxo/‘Downton Abbey’

Una de las inesperadas secuelas de la vuelta del rey padre es la normalización del topónimo Sanxenxo entre las gentes de orden y tradición. Los que decían Sangenjo por costumbre siguen usándolo privadamente, como es natural; pero a ver quien se pone a llevarle la contraria al Real Club Náutico de Sanxenxo (sic), que ha bautizado a su puerto deportivo con el nombre de Juan Carlos I.

Lo de Sangenjo es un híbrido que aún comparten medios tan modernos como Google o la Wikipedia; pero en modo alguno es la versión en castellano de Sanxenxo. Puestos a decirlo en español, lo correcto sería utilizar San Ginés, que es, por cierto, el nombre del santo patrón de esa villa tan favorecida por el turismo.

Incluso la Real Academia llegó a recomendar en un efímero tuit el uso de “la forma tradicional española del topónimo, que es Sanjenjo (sic)”. No tardaron los académicos —o su community manager— en retirar el consejo: e hicieron bien. Ahora tendrían que vérselas con una real institución —de Sanxenxo, naturalmente— que acaba de recibir con honores al controvertido rey Juan Carlos.

Pasó algo parecido, más allá de cuestiones lingüísticas, durante los ya remotos años de la transición a la democracia. Los franquistas de entonces, que eran muchísimos, profesaban la convicción de que el nuevo Jefe del Estado sería un continuador de la dictadura; pero eso es que no leían el New York Times ni, en general, la prensa extranjera. Los más malévolos dudan incluso de que leyesen.

De haberlo hecho, sabrían que Washington favorecía el tránsito a la democracia en España por razones geoestratégicas o acaso de mero sentido común. Los americanos ya habían decidido que en vez de dictadura había que decir monarquía parlamentaria, aunque la tradición invitase a seguir diciendo Sangenjo en lugar de Sanxenxo.

El rey que entonces entraba captó a la perfección el mensaje. A él le atribuyen el rol de “piloto del cambio” historiadores como Charles Powell y, con diferente grado de entusiasmo, otros académicos que se han ocupado de la reciente Historia de España.

Se equivocaron entonces los devotos de Franco y también una parte de los demócratas que adjetivaban al Borbón con el título de “Juan Carlos El Breve”. Lo cierto es que su reinado duró 39 años: tres más que el de aquel general de Ferrol que lo había nombrado sucesor “a título de rey”.

Fue tiempo suficiente para que el así elegido desarrollase una afición al parecer exagerada a las comisiones —no exactamente obreras— y a las correrías galantes que, en realidad, bien pudieran ser una herencia de ancestros como Isabel II o Alfonso XIII. Ayudó no poco a que incurriera en esas demasías el pacto de silencio de los medios de comunicación y, tal vez, el reconocimiento a su papel en los primeros años de reinado, que tantos juancarlistas alumbró por aquí. Ya casi no quedan, como es lógico.

Paradójicamente, fue un defensor de la tradición como se supone que es un rey el que pilotó —por decirlo en términos de Powell— el viaje de la dictadura a la democracia. Y el que ahora convalida, involuntariamente, la normalización del término Sanxenxo frente al Sangenjo de toda la vida.

No ha de ser casualidad que la tele reponga ahora Downton Abbey, serie en la que los aristócratas de hace un siglo veían en cualquier progreso o mero cambio un signo del final de los tiempos. A ver si el emérito va a ser un revolucionario camuflado.

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