La Opinión de A Coruña

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Isabel Olmos

Mujeres que no quieren a las mujeres

Cuando era pequeña me llamaba mucho la atención los comentarios que mis abuelas realizaban sobre otras mujeres. De mis abuelos he de confesar que no me sorprendía. Eran hombres mayores, nacidos en la década de los 20 del siglo pasado, declarados abiertamente machistas y, por tanto, natural que lo fueran. Pero de ellas no acababa de entenderlo. En mi casa, mis jóvenes padres habían intentado siempre que no hubiera diferenciación ninguna entre mi hermano y yo pero era llegar a las casas de los abuelos y, por una parte, aparecía esta brecha de género como de la nada y, dos, había mujeres que criticaban con hostilidad a otras mujeres. Por su ropa, por su aspecto físico, por sus comportamientos sociales, por sus elecciones, por sus formas de hablar o decisiones sexuales-matrimoniales. Por lo que fuera.

Entonces yo todavía estaba lejos de entenderlo pero sobre sus espaldas habían soportado y lo hacían todavía todo el menosprecio y la exclusión del mundo por haber sido mujeres. Primero, por haber nacido mujeres en entornos rurales o de trabajo agrario, en un país retrasado donde se les vetaba el acceso en igualdad a una educación y posteriormente a muchísimos lugares de trabajo. Segundo, por haber sufrido el castigo de una dictadura que reducía a las mujeres a meras sirvientas de los hombres, agradecidas por que estos las eligieran para estar a su lado, dóciles, y resignadas a aguantar cuernos, palizas, humillaciones y lo que hiciera falta. Y quien no lo hacía, era una puta.

Tercero, porque —quisieran o no— tenían que procrear por el hecho de ser mujer. Para ser útiles, como los animales para la caza o el campo. Y si no, fuera, apartadas de las sociedad. Nunca nadie les preguntó ni seguramente ellas se plantearon si querían o no ser madres. No era una elección, era una obligación. Además, la menstruación, los partos, los embarazos... Un incordio ser mujer. Era infinitamente mejor ser hombre.

Y digo yo que algo así deben pensar Isabel Díaz Ayuso y Carla Toscano, dos mujeres con altavoz, con responsabilidad, con oportunidades y con, sobre todo, libertad, libertad de elección, algo que mis ancestras no tuvieron. Ellas, Isabel y Clara digo, no nacieron en los años 20 de Primo de Rivera, sino a finales de los 70, medio siglo más tarde y con el dictador por fin bajo tierra. No es que para entonces hubieran cambiado mucho las cosas (harían falta décadas para lograr sacar el pie por debajo de la losa de la dictadura y el retraso al que ésta nos condenó) pero con una adolescencia vivida en los 90 su vida, como la mía, fue diferente y, sobre todo, tuvimos la oportunidad histórica de empezar a cambiar el machismo ancestral por una sociedad más igualitaria.

Ellas, como yo, se percataron en seguida —o deberían haberlo hecho porque tuvieron los recursos intelectuales y económicos necesarios para hacerlo— de que mujeres y hombres no pintamos lo mismo, no se nos respeta lo mismo, no se nos paga lo mismo, no se nos juzga de la misma manera... Y eso, es injusto. Injusto a la par que atroz. Evidentemente, si se hubieran percatado de todo ello, si lo hubieran comprendido, no estarían ahora regurgitando ese autoodio hacia las mujeres que tanto daño nos hace. No dirían que aspiramos a llegar “solas y borrachas, desprovistas de responsabilidades ni siquiera ante sus peores decisiones” o que echamos de menos que nos griten en la calle “dime cómo te llamas y te pido para reyes”, como si fuéramos un objeto, una cosa comprable, un juguete más.

Yo, a mis abuelas las entiendo, las apoyo y reconozco que hicieron lo que pudieron en un contexto hostil. A mí me ayudaron a abrir los ojos y a agradecer haber nacido mujer, pese a todos los obstáculos diarios. A las mujeres que ahora continúan odiando a las mujeres solo una frase: no sabéis lo que os estáis perdiendo.

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