La Opinión de A Coruña

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José Manuel Ponte

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José Manuel Ponte

Los camareros de antes y los de ahora

En un alarde de señoritismo jerezano, Arias Cañete, que fue ministro de Agricultura del PP y eurodiputado por ese mismo partido, se lamentó de que ya no hubiera “camareros como los de antes”. Una apreciación con la que seguramente coincidieron los parroquianos de una cierta edad. Porque lo cierto es que aquellos profesionales a los que se refería el exministro ya no existen en la plantilla de los cafés. Bien porque hace años que se jubilaron o desgraciadamente porque ya no figuran en la nómina de los vivos.

Arias Cañete, un abogado del Estado (por cierto. algún día habrá que estudiar por qué hay tantos abogados del Estado que han pedido la excedencia para dedicarse a pleitear contra el Estado) con relaciones familiares en la aristocracia andaluza, desató una polémica en los medios. En algunos de ellos se criticó que hubiera podido dar la imagen del político que aprovecha su conocimiento de la materia para arrimar el ascua a su sardina, como vulgarmente se dice. Y en otros se hizo caricatura de su condición de niño rico y coleccionista de coches antiguos.

Al margen de esas opiniones, ha de reconocerse que Arias Cañete tenía razón en su nostálgico alegato. En realidad, él no se refería a los camareros de su tiempo (por cierto, estará muy cerca del mío en el calendario) sino a los camareros de antes, aquellos seres fabulosos de mi niñez, cuando me llevaba mi padre a compartir con él y con sus amigos el vermut dominical (a mí me traían una granadina para alternar e ir hombreando).

Los camareros de antes tenían empaque de chambelanes palaciegos y manejaban la situación de mano maestra. En cuanto veían entrar a los clientes les lanzaban una mirada de complicidad y si estaban ocupados en ese momento, les hacían un gesto de complicidad para significar que los atenderían enseguida. Solían vestir de chaleco, llevaban sobre la chaqueta colgado del hombro un paño de lino blanquísimo llamado “lito”, y el pelo bien cortado y con algo de brillantina.

Ahora bien, lo que a mí me impresionaba más era su forma de andar entre las mesas llevando en alto la bandeja con los pedidos. Nunca corrían el riesgo de tropezar ni de que se cayese el contenido de alguna botella, o de una tapa de aceitunas, de patatas o de calamares fritos (¡qué patatas y qué calamares servían en los cafés de antes!). Aquellos camareros estaban atentos a cualquier cosa que pudiera enturbiar el tiempo de ocio de la clientela.

Ya no quedan camareros como los de antes y ese oficio se va extinguiendo sin remedio. Los medios nos informan hoy en día de que faltan camareros (muchos de ellos temporeros sin experiencia), lo que puede ser una tragedia al inicio de unas vacaciones de verano que se anuncian intensas y abarrotadas en los destinos turísticos. Y la razón de que no haya camareros es que nadie quiere trabajar con bajos salarios e inestabilidad en el empleo, y horarios sin límites. En resumen, una tragedia en un país al que algunos economistas definen como un “país de camareros”. Pues ni eso somos ya.

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