La noticia pone los pelos de punta. Se refiere a la supuesta labor de vigilancia encomendada a profesorado de guardia de un instituto gallego, después de determinados episodios de acoso sufridos por alumnado del centro. Una situación extrema, una muestra más de cómo a veces se quiebra la necesaria armonía en el desempeño de cualquier grupo humano, implicando medidas excepcionales. Algo muy preocupante en un entorno como el escolar, en el que es importante la confianza mutua, el trabajo en equipo y el interés por el conocimiento y la cultura, y en el que se trabaja con algo tan frágil y delicado como son los niños y jóvenes, en proceso de construcción personal. Ojalá la situación se reconduzca satisfactoriamente, y no vaya a más. Porque del acoso se derivan muchas desgracias. Algunas muy floridas y verdaderamente impactantes, que incluso han devenido en casos de suicidio u otras situaciones verdaderamente límite. Pero también otras, más comunes pero también preocupantes, en forma de graves secuelas para el futuro de las personas acosadas.

El acoso no es nuevo, en absoluto. Siempre ha estado ahí, respondiendo a las necesidades de determinados individuos de proyectar sobre los demás sus frustraciones, fracasos, miedos, carencias autodetectadas o quizá su falta de hilo conductor en la vida. Ha venido lastimando a muchas personas desde siempre, y el mundo de la escuela, en todas sus vertientes, siempre ha sido especialmente castigado por ello. O el de la “mili”, cuando existía, como otro ejemplo de situaciones donde personas muy diferentes, despojadas de sus referentes cercanos, se veían obligadas a convivir. Ahí siempre el terreno estará abonado para el que abusa, con el que entiendo hay que tener tolerancia cero.

Hay acosos de portada de periódico y otros mucho más sutiles. Hay acoso en el trabajo, muy habitual. Y acoso incluso en los entornos más personales, incluido el de la pareja. Creo que, si nos paramos a preguntar y a examinar nuestras propias vidas, encontraremos al menos pródromos de situaciones de tal guisa. Muchas veces nos apartamos y... seguimos para adelante, sin que la sangre llegue al río. Pero el acoso está ahí. Y duele. Y marca. Y lastima.

Les cuento. En mi caso creo que puedo afirmar, sin titubeo, que sufrí tres veces acoso. Las tres, de libro, y todas muy diferentes entre ellas. Nunca lo denuncié ni traté de hacer mucho más, ante ello, que apartarme. Sacarme de en medio. En el fondo, supongo que en esas ocasiones se buscaba esto, y en una de ellas había, además, dinero de por medio. Se trataba de una jugosa beca para estudiar prácticamente gratis toda la carrera y el doctorado en el Colegio Mayor en el que residía en Santiago, que disfrutaba por mi expediente académico y a la que renuncié después de un año porque, aún habiendo superado la situación derivada de no haber querido participar en las salvajes “novatadas” a los estudiantes de primer año, no me quedaron más ganas de relacionarme en tal entorno. Cuando adquirí la suficiente perspectiva, años después, me arrepentí profundamente de ello. Y alguien, habiéndome ido yo, se benefició de la beca. Hoy en día muchos de aquellos acosadores van de ciudadanos de bien, quizá en el mundo del Derecho o la Medicina.

Otro de los acosos que sufrí estuvo basado en el “juego político”, absolutamente ajeno a mi perfil técnico. En lastimar porque sí, para lacerar, para hundir, para menoscabar. En realidad no iba conmigo, pero fui el que lo aguantó, por parte de quien siempre tuvo mi mano tendida, mi teléfono con respuesta las veinticuatro horas y mi absoluta disposición, como saben bien quienes estaban allí por razón de su profesión. Pero en este sistema partitocrático, segmentado, estanco y parcelado del que nos hemos dotado no hay espacio para quien busca el bien común, fuera de los intereses particulares de cada cual. Y, si lo haces, se paga... La vida me ha enseñado que individuos que acosan, de tal tipo, los hay agazapados bajo cualquier sigla, al tiempo que otros son honestos. Es cuestión no de ideas ni de programas, sino de personas... De personas.

El tercer acoso fue de libro, en el ámbito laboral. Aquel jefe montó una estructura paralela en la línea de mando, soslayándome, criticaba mi “sí” o mi “no”, lo hacía si estaba en la primera línea o si me quedaba en la trinchera y me ridiculizaba y apartaba siempre que podía, en beneficio de terceros con intereses bien concretos, hasta extremos difíciles de describir. Con ayuda de especialistas en el tema, llegué a reunir un dossier bien completo sobre tales situaciones y abusos, con pruebas y evidencias escritas y algunos testimonios, pero nunca lo hice valer. Preferí poner tierra de por medio, o propiciar que así terminase la cosa. Ya saben que un pleito siempre es peor que un mal acuerdo. Y los mundos del acoso y los acosadores siempre son complejos e inextricables, difíciles de probar y tamizados, una vez más, por los intereses de todos los intervinientes. No vale la pena. No.

Quizá por todo lo que les cuento, y por convicciones basadas en los derechos más elementales, soy profundamente empático con quien sufre acoso, sea un niño, un trabajador o una joven enamorada de alguien que no está a su altura. Y es que el acoso es miserable siempre. Tanto, que busca excusas de todo tipo para materializarse. Nunca son ciertas. No hay acoso ni porque seas gordo o delgado, porque te gusten las chicas, los chicos o las tablas de planchar. No existe el acoso porque seas gallego, vasco o de Kuala Lumpur. No valen las excusas baratas. Cuando hay acoso, simplemente, es porque hay personas que acosan y que precisan víctimas. Por eso es tan importante mantenerlas a raya. Aunque implique una medida tan extraña, seguramente un tanto mal contada, como que tenga que haber profesores “escolta” en un centro educativo...