La Opinión de A Coruña

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José Manuel Ponte

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José Manuel Ponte

De O Ceboleiro al ‘Guernica’

Como en España los antagonismos siempre se manifiestan por parejas, he de confesar que yo simpatizaba más con los Beatles que con los Rolling Stones. El cuarteto de Liverpool sonaba más melódico y menos agresivo que el grupo londinense con el que competía por el favor del público juvenil. Antes de ellos, anunció la llegada de la revolución musical de la posguerra Adam Faith, que desató el histerismo masivo de las adolescentes. Yo fui testigo de uno de esos desbordamientos en la estación de ferrocarril de Chesterfield. El cantante, que estaba de paso hacia Londres, sacó la guitarra por la ventanilla aprovechando la breve parada del tren, y rasgueó los primeros compases de una de sus canciones más conocidas. Y ahí fue Troya. La masa de niñas comprendidas entre los diez y los quince años prorrumpió en gritos de júbilo. Hubo desmayos, carreras por el andén y agitada petición de firmas sobre las fotografías del artista, un guaperas que aún vestía y peinaba al modo tradicional.

En la España de la Dictadura, el pelo largo en los hombres era sinónimo de subversión revolucionaria. Cuando los combatientes castristas empezaron a bajar de Sierra Maestra para echar del poder a Fulgencio Batista, los medios los llamaron “barbudos”. Y algo parecido ocurrió en el aeropuerto madrileño de Barajas cuando los integrantes del cuarteto de Liverpool bajaron por la escalerilla del avión para iniciar su primer concierto en España. Entonces, buena parte de la opinión pública los conoció, escandalizada, como “melenudos” pese a que su corte de pelo era propio de un militar.

Una nación que separaba en la playa a los hombres de las mujeres; ponía la mano ante el proyector de cine del colegio para evitar a los escolares el espectáculo indecente del beso final, o censuraba libros, discos o cualesquiera otras manifestaciones propias de espíritus libres.

Las actuaciones de los Beatles y de los Rolling Stones, a partir de la muerte del dictador, dejaron grato recuerdo entre la audiencia y los medios recogieron con todo detalle el anecdotario de su visita.

En un periódico importante la exministra de Cultura, directora de cine y escritora Ángeles González Sinde escribe el relato de su visita con Mick Jagger al Museo Reina Sofía. Y lo titula Una hora con Mick Jagger en el Reina Sofía. Un título que nos recuerda a otro ya clásico como Tres horas en el Museo del Prado, del escritor catalán Eugenio d’Ors. El cantante, que ha entrado en la ancianidad culebreando en los escenarios sin aparente pérdida de su agilidad, gusta de hacer turismo cultural y gastronómico en los territorios donde contrata sus conciertos. En una ocasión anterior que actuó en Galicia quiso ir a un restaurante de Noya llamado O Ceboleiro, del que le había hablado muy bien una mujer que trabajaba como doméstica en su casa. Unos amigos míos que coincidieron con el líder de los Rolling presumían de haber tomado el mismo menú que Mick Jagger, dando a entender que habían comido a capricho. La realidad fue que en O Ceboleiro solo servían un menú muy rico y, eso sí, muy sabroso y bien cocinado, que incluía una empanada de culto y unos guisos de pescado y de marisco de Primera División. En esta ocasión el señor Jagger quiso visitar el Reina Sofía para ver el Guernica. Que el arte también alimenta.

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