El hecho monárquico descansa en una ficción de derecho (fictio iuris), que cabría expresar así: siendo los sujetos seres comunes de carne y hueso, se les da tratamiento de especiales, con sus privilegios, a los solos efectos de que cumplan su función simbólica e incluso ejerzan cierta preeminencia in extremis. Hay en esto algún reflejo de la teocracia originaria de monarquías que fueron absolutas. A veces luego un monarca se acaba creyendo que ese patrón de privilegio es real, no ficticio, y toma sus hechuras a la hora de hacer la vida. Es entonces cuando las cosas empezarán a ir mal, pues una ficción ficción es, aunque el derecho la simule verdadera. El descendimiento, después, resulta inexplicable para el sujeto e incluso para parte del público. En todo caso es operación que hay que llevar con tiento, si es que interesa que la ficción —sutil como pompa de jabón— no se evapore.